Autor: Ovidio Aguilar
–Pinza hemostática, por favor.
El cirujano recibió la pinza y escarbó profundo en la herida de la rodilla del paciente, mientras la sangre irrumpía en el campo quirúrgico. El monitor de signos vitales emitió un pitido. La tensión arterial subía alarmantemente–Doctor, la presión diastólica llega a cien–Le dijo a Marco el residente de anestesiología.
–Mi pequeño Saltamontes ¿Qué dice el libro secreto de la anestesiología sobre la hipertensión en quirófano? – El anestesiólogo forzaba el acento avejentado de un personaje de televisión.
–¿Le paso diez miligramos de hidralazina? – respondió con timidez el residente.
–Has aprendido bien mi joven discípulo.
El residente (un estudiante de segundo año de anestesiología), siguió la indicación de su maestro. La presión comenzó a normalizarse.
–¡Demonios! ¿Cómo pudo este vato caminar con una bala tan profunda en su rodilla?
Julio (el cirujano que escarbaba con la pinza) entornaba sus ojos y mascullaba improperios entre dientes mientras trataba de sacar el objeto en la herida del paciente.
La sala de quirófano se encontraba más o menos despejada, tan solo cinco personas en ella (aparte del paciente). En el fondo, Sheryl Crow hacía homenaje a Steve McQueen en la radio del enfermero que asistía el procedimiento.
El paciente, un hombre de treinta y un años, con un cuerpo curtido por el ejercicio y tapizado casi en su totalidad por tatuajes, yacía de espaldas, inmóvil; un tubo endotraqueal sobresalía de su boca y lo mantenía conectado a un respirador artificial. Había sido llevado por las autoridades después de caer en un intento fallido de robo en el que intentó abusar sexualmente de una mujer, cuatro balazos le costaron el resistirse al arresto. El equipo quirúrgico le había extraído dos balas. Solo faltaba la de la rodilla derecha y una en la base de un muslo del mismo lado.
–¡Listo! – el cirujano emitió una risita triunfal mientras sacaba con parsimonia la bala de la rodilla – ¡Que chinga me pusiste, cabroncita! – puso el objeto en un recipiente metálico que le ofreció la enfermera instrumentista.
Marco, el anestesiólogo, hizo un cumplido a la destreza quirúrgica de su colega, pero le hizo notar el tiempo que le tomó cumplir la tarea – ¡Nunca te había visto batallar tanto! -Julio tomó de buena gana el cumplido y dio instrucciones para empezar la disección para extraer la última bala, alojada en la base del muslo.
Tomó el mango del bisturí, hizo una incisión cerca del escroto. El paciente sacudió la pierna.
–Debiste darle a un nervio – dijo Marco, y dirigiéndose al residente–Administra dos miligramos de atracurio, mi pequeño Saltamontes.
–¿No debería de darle un poco más de fentanilo y tiopental, doctor?
Marco se disculpó y extendió dos jeringas al estudiante de postgrado, ambas con sendas etiquetas identificando los medicamentos para administrar – Aprendido bien has hecho, mi joven padawan – dijo el anestesiólogo imitando la voz nasal de Yoda personaje de la Guerra de la Galaxias.
–La próxima semana tengo examen de grado, doctor–el residente administró los medicamentos.
–¡Ah! Entonces serás sometido al desafío de los nueve anillos de fuego, aprendiz – Marco pidió a la enfermera administrar medicamento de nuevo al ver una crisis hipertensiva en el monitor – Dime ¿Cuáles son los componentes farmacológicos de la anestesia general que estamos administrando?
El joven médico se aclaró la garganta y cerró sus ojos tratando de articular su respuesta.
–Bien… la anestesia general balanceada consta de tres elementos: Un sedante para dormir al paciente (en este caso el tiopental sódico), un anestésico para bloquear el dolor (ahora usamos el fentanilo) y… – apretó sus ojos para completar la respuesta -¡Ah! Si, un bloqueador mioneural para que el paciente no pueda mover su cuerpo, para eso es el atracurio.
Marco emuló un nuevo personaje de televisión para felicitar a su residente mientras complementaba su respuesta con conceptos teóricos. Julio, el cirujano, que tenía más de veinte años de trabajar con Marco, no pudo menos que admirar a su amigo y colega. En más de una ocasión se preguntó si él hubiera podido ser capaz de atender y curar a pacientes como el que tenían en ese momento si hubiera pasado por lo mismo que pasó su amigo, o mejor dicho, la familia de su amigo.
El tiempo quirúrgico registraba casi dos horas cuando el sonido de un móvil interrumpió a Michael Jackson en uno de sus grandes clásicos. Marco contestó su celular.
–¿Sí? ¿Cariño? – hizo una pausa mientras escuchaba a su esposa – ¿Anita? ¿Otra crisis? ¿Ya le diste el sedante?…
El enfermero bajó el volumen de la radio para permitir al anestesiólogo hablar con su mujer “Dale una dosis extra, eso la pondrá a dormir” “No, aun no, vamos a la mitad de la cirugía” “Ya habíamos hablado de esto, no puedo simplemente dejar tirados a los pacientes” “Este es mi trabajo y no puedo dejar de hacerlo”. Marco colgó su celular con parco despido, dejó de lado parodias, juegos, personajes de televisión y pidió los signos vitales a la enfermera.
–¿Marco? ¿Estás bien? – Julio levantó un segundo su mirada para ver a su amigo -¿Algún problema en casa? ¿Tu hija…?
–Anita está bien – lo interceptó Marco – Solo una crisis de ansiedad, respondió Marco en un cambio drástico de su actitud anterior.
La cirugía continuó unos tensos minutos más, y la música de la radio se vio otra vez interrumpida, esta vez por el enfermero circulante quien miró a Marco.
–Mi doc, vi en el periódico que abrocharon con veinte años de cárcel al hijo de su chingada madre que…
Varios siseos entre dientes, acompañados de miradas asesinas provenientes de todos los miembros del equipo urgieron al enfermero a callar. El enfermero, con un rostro enrojecido, miró de soslayo a Marco y agachó la cabeza, apenado. La tensión en la sala podía cortarse con un cuchillo. Todos agradecieron a la enfermera que asomó su cabeza por la puerta de la sala de quirófano.
–Dr. Marco, la abuelita de la litiasis renal tiene la presión muy elevada, no se la podemos bajar y no podemos sacarlo de quirófano hasta que se normalice – hizo una pausa para recibir instrucciones
–Muy bien – Marco pareció recuperar su estado previo y se dirigió al residente – mi Saltamontes ¿Qué recomiendas para un paciente con una piedra en el riñón?
El residente cerró de nuevo sus ojos, regresando al simulacro de preguntas y respuestas.
–El dolor de un lito renal es sumamente intenso, tanto que puede subir la presión arterial de una persona. Debemos administrar un analgésico y casi con seguridad le baja la presión.
Marco felicitó al residente y le garantizó que no tendría ningún problema con su examen. Dio indicaciones a la enfermera visitante, quien agradeció a su vez las atenciones y desapareció por donde había llegado. Pasados unos minutos, Julio, que retorcía sus manos mientras intentaba extraer la última bala, se dirigió a su amigo.
–¿Sabes? Nadie te culparía por no venir a atender estos casos. – esperaba una respuesta cortante de Marco, pero al no llegar, continuó – a casi nadie le gusta atender a estos pinches ojetes que nos trae la chota. Yo podría hablar con el director méd…
–Gracias, Julio, no es necesario – el tono de Marco se volvió frío e impersonal, estaba dando por terminada una discusión – me gusta mi trabajo y no discrimino a ninguno de mis pacientes.
Lentos minutos transcurrieron después de este intercambio. La enfermera circulante rompió el silencio con una personal declaración dirigida a Marco.
–Con la pena, Dr. Marco, pero solo quiero decir esto – nadie vio apretar sus dientes al decir esto – mi tata, que en paz descanse, siempre me decía esto: “M’ijita, no existe el cielo, ni el infierno. Todo se paga en esta vida”. Estoy segura que ese miserable va a pagar por lo que hizo.
Marco, quien había perdido la chispa y espontaneidad con que había iniciado el procedimiento, suavizo con esfuerzo su tono.
–Gracias, Chela. Yo también lo creo. Todos tenemos que pagar por lo que hacemos a los demás, de una forma u otra.
Después de ese intercambio no se volvió a hablar de Marco, su familia o sus tribulaciones. La atmósfera recuperó una frágil normalidad con un cambio de estación radiofónica y otro ritmo musical.
–¡Puta Madre! – Julio acercó su rostro al cuerpo del paciente – parece que la bala desgarró el saco escrotal y se alojó junto al testículo izquierdo. Dame una pinza de Forester.
El cirujano resopló varios minutos, la pinza exploraba el escroto del paciente hasta que se pudo hacer de la última bala. – ¡Ajá! ¡Te chingue, cabrona! – exclamó Julio.
El residente administraba los últimos medicamentos que Marco le tendía en jeringas que había preparado con antelación. Julio, por su parte, cerraba el cuerpo del paciente con sutura quirúrgica, al terminar se despidió de su amigo apresurado, al parecer tenía otra urgencia que atender en otro hospital. Al final, el personal de enfermería ordenó el instrumental y cubrió con vendas las heridas del paciente. El residente agradeció a Marco por la práctica médica y se despidió de él explicando que tenía otra cirugía en el área de maternidad
–Disculpa…–Marco atajó al residente antes de que se retirara – Necesito los sobrantes.
El joven residente, revisó los bolsos de su bata blanca y extrajo las jeringas usadas en la anestesia general. – ¡Oh! Lo siento, casi lo olvido – Tendió con una mano la jeringa rotulada como atracurio, Marco la tomó con delicadeza, cuidando que no se desperdiciara ni una gota y la guardó con cuidado en el bolso derecho de su bata; posteriormente el joven tendió con la otra mano las jeringas rotuladas como fentanilo y tiopental, Marco las tomó con rapidez y torpeza, metiéndolas en el lado izquierdo, los émbolos de las jeringas se oprimieron y sintió el líquido derramarse en el interior, a Marco no le importó. Hacía calor en la sala y el agua destilada se secaba con rapidez.
Después de retirar el tubo endotraqueal, el residente salió de la sala y Marco se quedó a solas con el paciente, que empezaba a recuperar su movilidad. Mientras lo vigilaba, los enfermeros volvían con una camilla para transportarlo. Miró el rostro del hombre. Dos cintas adhesivas de uso quirúrgico mantenían cerrados sus párpados. Una lágrima se deslizaba de la comisura de su ojo derecho. Marco la limpió con delicadeza y acercó su boca al oído del hombre.
–Espero lo hayas disfrutado tanto como yo.
El personal de enfermería colocó al hombre en la camilla. Antes de alejarse del anestesiólogo, el enfermero en jefe preguntó si no sería necesario medicamento antihipertensivo, había observado varias elevaciones de la presión arterial durante la cirugía, Marco le tranquilizó asegurándole que no habría problemas con su presión en el futuro. De todas maneras, se mantendría al tanto del paciente.
Se volvió rumbo al vestidor de médicos para cambiar su ropa y retornar con su familia. Una amplia sonrisa adornaba su rostro al salir del hospital.
Ovidio Montes Aguilar, médico ginecoobstetra y maestro de medicina en la Universidad de Monterrey, comenzó su incursión en la escritura creativa al terminar su formación médica. Formalizó sus estudios en literatura en el Cálamo Literario (una escuela local de escritura) donde aprendió de autores como Patricia Laurent, Antonio Carlín Lynch y Sofía Segovia, entre otros. Sus participaciones lo han llevado a publicar cuento corto en ITA Books (Colombia) y Letras Negras (literatura de terror), así como en revistas digitales tales como Alas de Cuervo y La Nueva Revista del Terror Latinoamericano. Además de la narrativa y ficción gusta de la opinión editorial, la cual practicó de la mano de la editorialista Ximena Peredo (Grupo Reforma).
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Saludos mi estimado amigo Ovidio
Excelente narrativa
Dr Luevano
🙌🏻🙌🏻🙌🏻🙌🏻 felicidades