Autor: Nazario Vásquez
Las cuatro paredes de madera tenuemente ennegrecida, que componían aquella habitación, albergaban un lecho sobre el cual reposaba una cobija café, un tocador que sostenía una lámpara de tulipa verde, y diversos lienzos colgados o desperdigados en el suelo, algunos todavía vírgenes, los demás, sin embargo, capturando grotescos paisajes y criaturas. Sus diseños eran parodias de lo real. Por ejemplo, podía encontrarse a un caucásico hombre desnudo, su rostro lucía atractivo, no obstante, semejante elemento se veía ofuscado pues donde deberían estar sus genitales se erigían dos cabezas de cabras. Otro notable cuadro era el de un león con cuerpo serpentino, arrastrándose en medio de profundas tinieblas que parecían intentar esconder algo.
Al extremo izquierdo del cuarto, sentado sobre su escritorio metálico, y observando a través de su ventana, se encontraba Edmund X, autor de aquellas obras. Tenía 41 años. Lucía delgado. Su cara pálida y sus arrugas revelaban una larga vida de miseria. Vestía un pijama amarillo, antaño blanco. Contemplaba meditativo esa harto conocida callejuela. Ningún alma, de momento, osaba manifestarse. X, entonces, como hacía habitualmente, emprendió su marcha disponiéndose al asedio de “Lo otro”. Así denominaba los escenarios que le procuraban sentimientos extraños e indescriptibles, sin embargo, placenteros.
Ya en la calle, caminó durante una hora, hasta que, con el rabillo del ojo, pudo atisbar una casa de apariencia discordante. Mientras las construcciones vecinas seguían un patrón uniforme; techo triangular, constitución cuadrada y tres ventanas, siendo preponderante el color blanco, aquella se erigía cuan cadáver en descomposición aferrándose a la existencia. Sus muros perdieron cualquier rastro de pintura mostrando solo concreto, además su umbral carecía de puerta, facilitando el acceso. X entonces descubrió ahí los clamores de “lo otro”. La sala principal se hallaba sepultada bajo escombros y muebles harapientos que consumían casi todo el espacio, permitiendo un escaso desplazamiento. Pocas cosas le cautivaron, un muñeco de un bebé con el brazo diestro arrancado y una fotografía que inmortalizaba a cuatro hombres desempeñando su labor como desazolve. Subió las escaleras. El segundo piso imitaba al primero, distinguiéndolo una caja fuerte que sobresalía y un libro sobrepuesto. Los orificios del techo daban cabida, de modo limitado a la luz solar.
X se aproximó a la caja. Era de tamaño medio, sus bordes se estaban oxidando y desprendía un aroma desagradable, similar al de la carne podrida. En seguida agarró el polvoriento tomo y se apartó hacia un rincón para hojearlo. Encontró palabras que avivaron su atención: Corrupción Universal, vacuum, Samael/Lilith, el resto del vocabulario le resultó inteligible. Decidió cerrarlo. Luego, forzó la caja intentando desbloquearla. Tras reiterados esfuerzos y azotes se abrió revelando… Nada.
Los azotes del viento incrementaron su intensidad provocando ininterrumpidos silbidos. X partió a su hogar llevándose consigo el pequeño cuaderno teniendo que lidiar esta vez con la presencia de transeúntes.
Posicionándose ante su escritorio examinó más detenidamente su reciente adquisición. Su cubierta era de cuero rojo vino, y los hilos que sujetaban sus páginas aparentaban fragilidad. Consiguiente, indago en su contenido: Maldigo a la gran madre por habernos engendrado y no concretar su aborto ¡Oh, padre! Si es que me escuchas y no nos has abandonado, te imploro que acabes para siempre conmigo y mis hermanos, condenados a la falsa muerte, la cual culmina en nuevos nacimientos. El eón parece tan distante desde mi mortalidad. Contempló al gran dragón desde los albores del tiempo. Todo principio tiene otro, o mejor… ¡No existen el principio o el final!, Solo son sueños, ilusión del inaprehensible.
X detuvo su lectura. Aunque leído superficialmente podrían interpretarse como febriles divagaciones, sabía que todas las afirmaciones contenían un sentido oculto. Sus pensamientos de repente cesaron. Con especial parsimonia guardó el manuscrito bajo su colchón para posteriormente extraer de uno de sus cajones una hogaza de pan y cenar. Mientras consumía su sustento evocaba las palabras: Eón, Dragón, aborto, Padre y Madre. Intentando inútilmente por la sola inferencia descubrir su trasfondo. Terminado el banquete, X fue directo hacia su cama, y durmió, arrullándolo la visión que le prodigaba el astro lunar junto con las estrellas.
Pesadilla 1.
Una centella de brillo penetrante se manifestaba en un vacío cuyas dimensiones resultan inabarcables, dada su ausencia de largo, ancho o alto. La centella, siendo también un pentáculo, se fue invirtiendo poco a poco, durante instantes de eternidad, hasta conformar el cráneo del macho cabrío, luego cayó, lanzando gritos inhumanos hasta ser devorada y perderse para siempre.
X despertó sobreexcitado. Al poco rato rememoró lo acaecido en su sueño, le fascinó semejante escenario, parecía tomar como referencia un universo diferente al harto conocido. Confirmado el hecho de tenerlo fresco, como impulsado por un resorte se dispuso a satisfacer su deseo de plasmarlo preparando sus instrumentos.
Estando listo, procedió a pintar.
–Maldita sea.
Murmuraba frustrado. Su pretensión era equivalente a querer introducir el mar en una botella, le condicionaba la geometría. Finalizado su trabajo, le lanzó miradas de desprecio y, antes de poder romperla, una cadencia de golpes, provenientes de la puerta, le disuadieron.
–¡Edmund! Soy yo, Joseph.
Atendió entonces a su inconfundible amigo, exprofesor suyo de literatura en la preparatoria.
–Me alegra mucho verte– Exclamó dándole un abrazo. Su canosa barba escondía gran parte de su rostro, aun así, X se percató de su extensa sonrisa.
–No me dijiste que vendrías– Dijo X un poco irritado.
–Disculpa Edmund, no ha sido mi intención– Respondió Joseph avergonzado.
–¿Qué necesitas?– Preguntó X.
–Te tengo buenas noticias, antes acompáñame al café “Estulin”. No te preocupes, guarda tu billetera, yo te estoy invitando.
Previo a su partida, X le lanzó una última mirada de odio a la obra. Desde la última vez que vinieron, hace un año, el jardín se desfiguró. Las plantas se tornaron marchitas, y, encontrándose sobre un par de las cuantiosas mesas reposaban y degustaban apenas cinco clientes que llevaban prendas oscuras y elegantes. Joseph y X tomaron asiento seleccionando la más distante al misterioso grupo y aguardaron a que los atendiese el mesero en turno.
–¿Cuál es la buena noticia?– Preguntó X.
–Te lo diré más adelante, mientras disfrutemos de la bella vista–Dijo Joseph sarcásticamente girando su cabeza con un semblante de fingida satisfacción.
–¿Puedo ayudarles caballeros?– Les irrumpió el mesero.
–Yo quisiera un café capuccino y huevos revueltos, ¿tú, Edmund?
–Lo mismo.
–Bien, en un rato regreso– Exclamó retirándose.
X acabó ensimismado. Desde su perspectiva los presentes, incluyendo al personal, irradiaban y compartían el mismo aire hostil.
–¡Edmund!– Alzó Joseph su voz para sacar a X de ese estado.
–Lo siento… Es solo que… ¿Has notado lo qué yo?
–Sí– Confirmó Joseph acariciando su espesa barba.
–Pareciese que esté local pasará a pertenecer a una banda criminal.
–¿En verdad eso crees? Yo lo interpreté como que la familia o los dirigentes estuvieran de luto.
X, habiendo encontrado una diminuta piedra esférica jugueteó con ella. La movía al interior de su mano izquierda, cosa que no pasó desapercibida para Joseph.
–¿Qué tienes ahí?—Preguntó.
–Oh, es algo que encontré– Respondió X enseñándoselo a Joseph.
–¡Vaya! ¿Me la prestas?– Le pidió Joseph, X se la cedió.
–Siempre has sido alguien muy creativo Edmund… Me entristece profundamente no haber nacido o adquirir el don de la fantasía, me he limitado a ser un simple admirador– Dijo Joseph sosteniendo el pequeño círculo.
–No es malo Joseph. Gracias a usted y sus clases de literatura es que he tenido acceso a mundos diferentes… Gracias a usted soy lo que soy ahora– Lo respeto orgullosamente para después reflexionar y arrepentirme.
Ambos permanecieron callados, reflexionando.
–Aquí tienen caballeros, tengan un excelente día– Dijo el mesero con mecanicidad entretanto se retiraba.
–Bien, ¿Cómo te ha ido?—Preguntó Joseph.
–Ayer exploré una casa abandonada… Encontré dentro un extraño cuaderno.
–¿Qué contenía?– Inquirió Joseph, inclinándose hacia X con renovado interés.
–Es incomprensible. Emplea palabras como “Eón”, “Padre” y “Madre”.
–En cuanto terminemos nuestra merienda y regresemos a tu departamento me gustaría que me lo muestres.
–¿Cuál era la buena noticia?– Inquirió X.
–Te conseguí un cliente. Le mostré fotos de tu trabajo y le encantó– X sabía que exageraba su relato, le vio con escepticismo– Se llama Lester Wateley, es un profesor, compañero mío del colegio. Dijo que te ibas a morir de hambre.
Consiguiente, Joseph se carcajeó inocentemente, lo cual hizo a X fruncir el ceño.
En cuanto volvieron y X le dio ingreso a Joseph, el primero le entregó el susodicho cuaderno. Joseph lo revisó deteniéndose, cada ciertos segundos e, introduciendo su nariz.
–Me gustaría llevarlo para un estudio más detenido– Espetó Joseph, todavía manteniendo su vista en la lectura.
–¿Qué es lo qué dice?– Preguntó X muy atento.
–Superficialmente son símbolos.
–Símbolos, ¿de qué?
–Por eso es que precisamente quiero llevármelo, pero todo apunta a que es de temática gnóstica.
La respiración de X se entrecorto.
–¿Qué son los gnósticos?
–Era una antigua corriente herética del cristianismo, creían que la biblia estaba dividida en dos dioses, uno bueno, el del nuevo testamento, y otro malo, el del antiguo testamento- Explicaba Joseph ejecutando ademanes y señas muy cuidadas, como si estuviese en el aula. –Ellos creían que el dios “malo” Yaldabaoth había creado el mundo material. Para los gnósticos, Edmund, el mundo material es como una cárcel para el espíritu, creían que, a través de un conocimiento especial, proveniente del espíritu, uno podría liberarse.
X le contempló meditativo.
–Prometo devolverlo… Se que para ti es difícil; pero me ayudarías mucho.
X se la entregó.
–Antes de retirarme, te dejo el contacto de Lester, y te compro ese interesante cuadro–Dijo señalando hacia donde reposaba su imperfecta obra, realizada esa mañana.
–¿Estás seguro?– Preguntó X inseguro.
Joseph asintió.
–Te lo regalo. Da por hecho que me lo has pagado con el desayuno– Dijo X bajando ambos hombros.
–Cielos Edmund… Pero ¿No necesitas el dinero?
–Yo no necesito nada. Llévatelo. Incluso, me harías un favor.
Joseph, antes de desaparecer, le entregó a X un papel que tenía el número de Lester. Sin dilación, marco las cifras sobre su teléfono invadiéndole gran alegría. Si lograba convencerle de comprar tres piezas, aparte de poder pagar su alquiler, también se daría el lujo de comprar comida más variada. Segundos transcurrieron. Beep… beep.
–¿Hola?– Le saludó un hombre con ronca voz.
–Buenos días, soy el pintor por cuyas obras se interesó.
–Sí. Quiero la del sujeto desnudo y la del cráneo fracturado.
–Cuento con una mayor cantidad en mi apartamento. Si quiere puede venir y se las muestro.
–No me interesa. Solo quiero los dos cuadros que le pedí.
Hubo una pausa.
–De acuerdo, ¿le parece si nos encontramos hoy mismo en la tarde?
–Hoy me encuentro muy ajetreado. Será mañana a las 4:10 pm, en el parque cercano al colegio.
–Muy bien, nos veremos entonces.
“Al menos podré solventar la renta”– Pensó X intentando consolarse.
Se dispuso entonces a reanudar su tanteo a las orillas de “lo otro”.
Explorando la calle habitual no tuvo suerte, lo único novedoso fue un gato blanco atropellado, todavía fresco, en cuyos intestinos diversos insectos coloridos efectuaban una orgía. Por lo demás visitó de nueva cuenta a aquella cadavérica casa que le proveyó del libro para averiguar si es que habría ocurrido algún cambio. Nada.
El resto de su tarde y noche consistió en plasmar al difunto animal, exagerando sus órganos y mutilaciones, pues podrían fungir como una vía inspiracional … o un sacrificio.
Día siguiente: al atardecer. Una debilidad terrible le acometió, aunque usual; su decadente alimentación le había acostumbrado. Incorporándose, se percató de que no habría tenido ningún sueño, o al menos evocar su recuerdo le resultaba imposible. La conjetura más simple era que la lectura del críptico texto le sugestionó y, desembocó en aquella visión que aún tenía presente. Sin embargo, la cuestión radicaba en ¿Atañe a asuntos psicológicos o espirituales dar una explicación? Haciendo retrospectiva, fue ahí manifestada la quintaesencia de lo que X nombraba “Lo otro”. Quizás cometió un error al privarse de su inusual reliquia. El reloj en la pared marcaba 2:26, X se sobresaltó, debía alistarse y entregar su mercancía, procurando evitar que se dañase guardándola en bolsas de tela. Cuando las manecillas fijaron las 2:40 X, estando preparado, salió.
El colegio se alzaba enorme y moribundo. Sus muros grisáceos le volvían similar a una prisión que, sin embargo, contrastaba con las risas infantiles regentes, sus dueños eran invisibles; o bien, podría afirmarse que jugaban al escondite. De no ser así ¿Qué explicación cabía? X se sentó en una banca ubicada dentro del punto de reunión. Numerosos y plurales árboles dominaban casi toda el área, el suelo, por otra parte, apenas podía percibirse, siendo sepultado bajo desperdicios y hojas secas. Un anciano, vestido con su abrigo verde, caminaba sosteniendo una severa expresión, daba vueltas en los alrededores. Pasaron 12 minutos cuando las puertas se abrieron y emergieron sus estudiantes. Entre la masa informe sobresalían los profesores por su altura, uno de ellos, el cual le caracterizaba su cráneo afeitado, rasgos toscos y traje negro, como de funeral, se le acercó espetando:
–Yo soy Lester. Sé que usted es el artista por su aspecto desaliñado– X no pudo mediar palabra.
–¿Estas son mis pinturas?—Preguntó apuntando la bolsa que sostenía X.—Démelas.
Añadió al poco rato, sacando un considerable fajo de billetes. X recibió su remuneración, ignorando si era la cantidad correspondiente.
–¿No va a contar?– Preguntó Lester arqueando una ceja.
–Oh, sí, disculpa– Respondió X avergonzado.
–¿Disculparse? Si fuese menos dinero quién saldría perjudicado es usted.
X contó con cierta rapidez, no por ello perdiendo precisión, en efecto, eran 1,200.
–Necesito saberlo– Exclamó Lester, al tiempo que se sentaba al lado de X.– ¿Qué le motiva a diseñar cuadros tan… grotescos? ¿Son sus pesadillas?
X se sobresaltó ante dicha pregunta.
–No tiene que decirme nada, pero considere que he sido su cliente, y, por tanto, admirador.
–Bien, intentaré aclararlo. Lo que intento es capturar un aspecto de la realidad que muy a menudo pasa desapercibida para las personas en general, incluyéndome a mí en cierta forma… no puedo expresarlo con palabras en concreto. Pero mis pinturas no son más que un reflejo torpe.
Hubo un momento de silencio.
–No le creo– Respondió Lester respectivamente.
–No tiene que creerme– Dijo X molesto.
–Bien, ya me di cuenta de que usted, cómo los demás, que se cree “Visionario”. Pues bien. No lo es. Tenga un buen día– Se despidió Lester perdiéndose en el ambiente.
Su siguiente destino sería la antiquísima biblioteca llamada “Der Ritter”. A pesar de que su investigación personal sería superflua comparada con los descubrimientos que Joseph pudiese brindarle, debía empaparse no solo para comprender lo básico, sino también su obsesión. Penetrando el amplio umbral constituido por dos gruesas puertas de madera, su profundo aroma a humedad le sobrevino. Los estantes que resguardaban ineficazmente sus viejos y podridos volúmenes establecían las sendas disponibles, siendo desconocido cualquier conjunta. Sumado a ello, sus ventanas polvorientas impedían que la luz del atardecer ingresara, sumiendo el panorama en incognoscible lobreguez. X, sintiéndose desconcertado, dio unos cuantos pasos irrumpiéndolo, de repente, una femenina voz:
–¿Busca algo en especial?
–Busco cualquier cosa que hable sobre religión.
–Sígame– Consiguiente encendió una lámpara de gas, delatando su esbeltez insana. Poco a poco, X se fue acostumbrando a su entorno, pudiendo diferenciar las formas e identificarlas. Cabe mencionar la presencia de tenues lámparas de gas que iluminaban áreas específicas o, directamente los escritorios, en su mayoría, vacíos.—Aquí puede encontrar lo que quiere.
A su partida le entregó su propio farol.
Buscó un título que le resonara, empero, para su desgracia, el material era netamente de índole cristiana. Continuó indagando hasta dar con una extensa obra de 120 páginas. Llamada “El lado oscuro del cristianismo” su subtítulo era “El preludio del miedo a la verdad”. X lo llevó consigo y, dando con la mesa apropiada, se situó y leyó comenzando por el primer capítulo:
Capítulo 1. El grito del nacer a la verdad.
Las impersonales operaciones de la naturaleza son claros indicios para concluir la inexistencia de un Dios personal y una creación que considere al ser humano. Diariamente, segundo a segundo, niños, animales y ancianos son atormentados por el mero hecho de estar vivos, cómo si su débil condición los volviese inherentes a la tortura. El único elemento que parece prevalecer por sobre todo fenómeno es la corrupción en sí misma, cuyo desenvolvimiento final es imposible adivinar, pues, al encontrarnos restringidos por nuestros sentidos, pensamiento, no se hable del espacio-tiempo, nos está escondido lo que nos trasciende. Místicos afirman que los datos transmitidos por los sentidos no son más que sombras de realidades todavía más elevadas. Mainländer en su sagrada obra “Filosofía de la redención” postula la putrefacción del inconmensurable cadáver del suicida todo, mal nombrado por los profanos “Dios”. La criatura que la corriente judeocristiana considera “Imagen y semejanza de Dios”, es la peor de las bestias, pues aun disponiendo de consciencia ha osado no disponerla como un fin, sino un medio para la creación de armas. Pascal ha llegado incluso a llevarlo al extremo de equiparar con el “Excremento del cosmos”. (El autor de la presente obra es asiduo practicante de la misantropía, a tal grado de infringirse quemaduras utilizando cigarrillos, entre otras formas ilícitas). Somos hijos de Eva, violada por nuestro demoníaco padre Adán. Henos aquí todos nosotros, luz que, capturada en la materia lucha por encontrar la belleza en donde resulta inexistente si no es adornada por bagatelas tales como el amor, lo divino, la verdad y justicia, cosas que remiten a ideales puramente humanos. Es curioso cómo es que el ser humano ansía lo ajeno a su propia realidad. Desea misericordia siendo que los principios que rigen la naturaleza actúan sin miramientos. Desde la persona más virtuosa hasta la más cruel, todos fatalmente están condenados a perecer. Habrá descubierto, mi muy despreciable lector, que se expondrá a un conocimiento no de clase suprahumana o infrahumana, sino inhumana…
—Ya vamos a cerrar.
Una gruesa voz interrumpió a X, quien se giró y dio con la mirada del guardia, robusto y portando su uniforme azul.
–¿Tan pronto?—Inquirió X.
–Se harán remodelaciones, puede volver dentro de dos días.
X se retiró dejando atrás su lectura, cargando, en cualquier caso, la lámpara previniendo un posible extravío.
Durante su marcha en los abrumadores pasillos se topó con un personaje de su pasado. Era Amelia, exnovia suya de hace diez años. Se veía mayor, demasiado para alguien de 39. Se mantenía concentrada sobre un libro de título incomprensible.
–¡Hola! ¿Me recuerdas?– Exclamó X arrepintiéndose al poco rato, temiendo haber propiciado una incómoda conversación.
–¿Edmundo?– Dijo permaneciendo tácita algunos segundos– ¡Claro que te recuerdo! Siéntate– seguido hizo un ademán invitándolo a que lo hiciera a su lado.
Desde un rincón se escuchó un intenso shhhh.
–De hecho, me acaban de avisar que cerrará pronto la biblioteca– susurró X.
–Entonces te acompaño a la salida– Dijo Amelia sin moderar su tono de voz.
Devuelta la lámpara que compartieron y emergiendo del recinto, prosiguieron con su conversación.
–¿Qué ha sido de tu vida estos años Edmundo?– Preguntó Amelia envolviendo el brazo de X con el propio.
–La cadena de miseria que siempre arrastre… desde que tú me conociste– Respondió en voz baja.
Repentino silencio.
–¿La tuya, Amelia?
Amelía pareció romperse, sus ojos segregaron lágrimas que, en vano, se esforzó por esconder.
–¿Qué ocurrió?– Preguntó X abrazándola.
–Las cosas han marchado terriblemente mal para mí– Murmuró entre jadeos.
–Puedes contármelo…– Dijo X.
–Mi marido, Gustav murió hace tres años. Tres años de dolor y miseria… su muerte y desdicha me han perseguido más allá de la tumba.
X se apartó con ligereza.
–Mira ese banco, vamos a sentarnos… ¿Acaso es que aún te adolece su pérdida?– Preguntó X intentando hacer contacto visual.
–Es más complejo que eso, Edmundo.
–Me gustaría saber más del tema.
–No sé si sea un tema de conversación.
–Por favor, Amelia. Necesitas sacarlo.
–Bien. Gustav siempre fue alguien muy excéntrico. Le fascinaban temas muy… controvertidos. En fin—Suspiró– Después de procurar a un misterioso hombre que se jactaba de ser un místico jamás volvió a ser él. Cada que iba a visitarlo, era como si una parte de su personalidad le fuese extirpada, y yo solo hacía de espectadora impotente. Le suplicaba que se detuviese– Amelia incrementó su tono– que lo hiciese por nuestro bien, pero ya era tarde. Solo quedaba su cadáver dotado de artificial vida. De dedicarme una sonrisa y bellas palabras de amor pasé a ser solo un objeto que le era indiferente. Gastó nuestra fortuna en rabinos, magos y drogas, buscando una palabra que, según solía afirmar “Despertará la ira del Altísimo, haciéndolo revocar su pacto con Noé y trayendo un nuevo diluvio”. Ojalá hubieses podido observar lo que yo, su cara… Su horrible cara, se transformaba en la de un demonio. Al final creo que encontró lo que quería, pero eso que llamamos “Dios” no desprecio al mundo, solo a Gustav, que se debilitó de una enfermedad sin diagnosticar, y falleció mientras yo le cuidaba en casa. ¿Puedes creer algo así?– Reanudó entonces sus sollozos.– Nuestros destinos están entretejidos… por ende, su maldición me ha alcanzado a mí también.
–¿No hay solución alguna? ¿Nada?– Preguntó X intrigado y nervioso.
–Tengo su diario, pero la información que alberga es superficial. Sus apuntes no pude encontrarlos– Respondió Amelia recuperándose.
X lo relacionó con su hallazgo.
–Hace poco encontré una libreta en una casa abandonada. Su contenido parecía esotérico. Quizás sea el cuaderno que perdiste.
–¿Cómo era? ¿Dónde la encontraste?– Sus ojos le brillaron fugazmente.
–En una casa deteriorada. Ubicada en la calle Z. Su color era rojo vino y tamaño medio.
–Ah- Reaccionó Amelia cabizbaja– El suyo era un volumen enorme, de cuero color negro.
–Ya veo– Dijo X decepcionado.
–En todo caso. Dices que es afín a lo esotérico ¿Me lo mostrarías? Quizás ahí pudiese hallar la solución– Sugirió Amelia sosteniendo las manos de X.
–Me temo que no. Se lo he prestado a un amigo, el cual lo está decodificando. Su lenguaje es simbólico.
–Igual mantenme al tanto. Avísame cuando tu amigo haya culminado su labor. Albergo esperanzas– En seguida, Amelia extrajo de su bolso marrón un bloc de notas en el cual escribió su número telefónico y, arrancando aquella hoja, se lo dio a X con singular afecto.
–Aquí tienes mi contacto. Si quieres hablarme, aunque sea solo para conversar o buscar compañía, estaré para ti.
–Bien, tengo que irme– Se despidió X cogiendo el papel y acariciando su mano.
–De acuerdo, espero poder verte pronto.
X volvió a su hogar desenterrando antiguos sentimientos, sepultados por el pasar de los años y su frenética búsqueda de “lo otro”. En la puerta de su alcoba le avasalló su casera, una corpulenta mujer de mediana edad que siempre vestía su camisón celeste, fuese cual fuese la circunstancia.
–¿Tiene lo de la renta?– Le exigió acercándole la palma de su mano derecha.
–Sí– X le entregó los 600 que obtuvo.
–Gracias, descanse.
X rió entre dientes a manera de respuesta. Metiéndose en su cuarto retomó su rutina habitual pintando, esta vez, lo que le suscitó el libro “El lado oscuro del cristianismo”.
–Un desperdicio más– Exclamó al terminar.
El resultado había sido una ilustración de Baphomet, la criatura andrógina con cabeza de cabra, sustituyendo a Jesucristo como la figura crucificada, en medio de un escenario desértico. Avenida la noche, mientras devoraba su cena reflexionó acerca del relato de Amelia. Le había perturbado, puesto que ponía en evidencia los peligros de incursionar en las regiones invisibles… ¿Sería intrínseco a su búsqueda? ¿No le bastaba tomar como evidencia sus propios sueños y experiencias? X evitó formular una resolución, se consideraba demasiado estúpido como para confiar en su inteligencia. A continuación, sintiendo tanta hambre como al principio, se recostó sobre su lecho, todavía haciéndose preguntas irresolubles.
Pesadilla 2.
Un insondable abismo le llamaba prescindiendo de las palabras, o cualquier otro medio que fuese humano. De pronto diminutas estelas hicieron acto de presencia y lo odiaron al instante, incitando a que se dejase absorber por el abismo. X aceptó su destino, a sabiendas de que jamás podría volver a salir. Jamás volvería a renacer. Recobró su vigilia, un sudor gélido le empapaba aún entrado en calor. Todo indicaba que padecía fiebre. Tras la breve siesta y verse su salud mejorada marcó a Joseph agitado; Sin duda los eventos recientes estaban ligados al escrito y, si es que había desvelado, aunque fuesen fragmentos, anhelaba saberlo.
Beep…beep.
–Hola… ¿Quién habla?– Preguntó la esposa de Joseph, Isabella, que escuchaba con una ligera estática de fondo.
–Soy Edmundo, amigo de su esposo.
Breve pausa.
–¿Usted tiene algo que ver con su actual investigación?
–Así es, quisiera hablar con él.
–Dígale por favor que se lo tome con calma. Últimamente no hace más que encerrarse en su estudio. Apenas y duerme– Dijo Isabella con un ligero tono de reproche.
–No se preocupe, yo le digo.
–Bien, aguarde, en un momento se lo traigo.
Retorno al sepulcral silencio, que antecedió la llegada de Joseph.
–¿Sí? Edmund.
–Soy yo, no es mi intención presionarte, pero necesito saber cómo vas. Últimamente me han estado ocurriendo cosas extrañas.
–No eres el único. La verdad es un texto muy complejo. Todavía es muy pronto como para emitir un juicio… ¿Qué te ha estado sucediendo?
–Sueños muy extraños Joseph, la pintura que te regale ilustra uno, de hecho.
–Me ha pasado igual. No sé qué significa Edmund, estoy algo preocupado. Sospecho que algunos de sus datos podrían encontrarse entremezclados con delirios y fantasías… Ni siquiera llevo una décima parte.
Al cabo de una pausa Joseph prosiguió:
–¿Crees qué esté maldito?
–No lo sé– Respondió X.
–Las cosas que he descubierto no son nada buenas Edmund. Igual te prometo que pasado mañana te traigo novedades.
–Si crees que es peligroso, detente Joseph– X mostraba una impropia preocupación.
–Debo continuar. Me resulta fascinante– Dijo Joseph cambiando su tono.
–Muy bien, no te interrumpiré más. Ten cuidado– A punto de colgar rememoro la petición de Isabella, pero fue tarde. El beep predominó nuevamente.
No daban siquiera las 6:00 am cuando X telefoneó a Amelia pretendiendo comunicarle las funestas noticias. Beep. Beep. Beep.
–¿Bueno?– Su presencia finalmente se manifestó.
–Soy yo, Edmundo.
–Ah, me alegra mucho escucharte, pero ¿No crees qué es muy temprano?– Consiguiente Amelia soltó un prolongado bostezo.
–Lo siento, no me había dado cuenta. Te tengo novedades.
–Preferiría que me lo compartieras en persona. Ven a mi casa.
X permaneció mudo.
–¿Recuerdas dónde vivía?
–Oh claro… ¿A qué hora te parece que vaya a visitarte?
–A las 12:00 pm estaría bien.
–Bien, nos veremos pronto– Dijo X un poco animado.
–Nos veremos Edmundo.
X cortó la llamada.
Apoyando su cabeza sobre su brazo y recargado en su escritorio evocaba su nueva ensoñación– Otro mensaje de lo otro– Se decía y, sin embargo, su real sentido no osaba revelarse. Si es que sucumbió a la muerte misma debía haber repercusiones ¿Su momentánea debilidad fue la única expresión o cabía aguardar más? ¿Conscientemente eligió suicidarse? ¿Por qué el No-Ser le conjuraba?, y, por sobre todo lo demás, ¿Cómo su insignificante cerebro puede captar algo ajeno a la experiencia carnal o sensitiva? No valía la pena proseguir desarrollando inferencias, a fin de cuentas, su limitada inteligencia le circunscribía únicamente a producir cierto tipo de pensamientos. ¿Qué cosas le resultaban imposibles pensar o considerar?
—¡Maldita sea mi humana condición y maldito el hacedor que nos produjo!– Concluyó.
Posterior a que diese la hora acordada aprovechó el tiempo restante, se dedicó a intentar retratar el abismo fracasando; el negro convencional era insuficiente en cuanto a intensidad, añadiendo, por tanto, un fracaso más a su ya mala racha. Al final, comprendió lo fútil que era aterrizar tal cual lo abstracto en lo sensible. Podrían elaborarse semejanzas, más desviarse de este hecho implicaría necedad. Dieron las 10:00 am cuando X se duchó en el baño comunitario y se alistó con su ropa más formal. Se colocó su camisa blanca, ligeramente manchada de grasa, sobrepuesto su saco gris, y colgando del cuello le decoraba su corbata negra. 11:00 am marcó su reloj cuando emprendió su viaje.
La casa de Amelia, o más bien su madre Marjory, conservó su imponente aura pese a los años transcurridos. Era espaciosa, su azulado y techo café envejecieron naturalmente. X golpeó la puerta y esperó a ser recibido. Contraviniendo su expectativa le abrieron de inmediato, no obstante, un ente envuelto en vendajes y postrado sobre una silla de ruedas se desempeñó como anfitrión. X retrocedió. Del incógnito ser brotaban murmullos incomprensibles.
–Perdona Edmundo, puedes pasar– Dijo Amelia dibujándose desdé atrás. X se relajó ligeramente.
–¿Quién es?– Preguntó X.
–Es mi pobre madre– explicó con un toque melancólico retirando a la desdichada dama.
–Lo lamento…– Se limitó a susurrar.
–Ven, pasa a la sala.
Ambos se encaminaron hacia el lugar.
Cuatro sofás carcomidos rodeaban una mesita de estar. Amelia acomodo a su madre justo frente al sitio seleccionado por X para sentarse.
–¿Gustas un café?—Preguntó a X con una sonrisa torcida, quizás inconscientemente.
–No gracias, la verdad estoy bien– Respondió X mintiendo, en realidad le incomodaba la idea de encontrarse en la sola compañía de Marjory.
–De acuerdo. En seguida regreso, me voy a preparar una taza.
Consiguiente a su ida, repercutieron de nueva cuenta los inteligibles murmullos. Al cabo de 8 minutos, Amelia regresó sujetando una taza y acomodándose en un canapé contiguo a su madre.
–Discúlpame en verdad, pero necesito saberlo… ¿Qué le ha ocurrido a tu madre?– Preguntó X.
–No te conté toda mi historia– Dijo Amelia formando una mueca– Al descubrir mi maldición, investigué en la única vía a mi alcance. El diario de Gustav. Aparte de registrar sus portentos, también apuntó datos sueltos del místico. Para mí, una profana, varios datos parecían incoherentes y absurdos, pero pude encontrar la dirección donde residía. Su castillo, aunque me dio una maravillosa impresión, siendo alumbrado por los rayos lunares, acompañado de su fantástico jardín, adornándolo diversas estatuas difícilmente apreciables, dada la penumbra.
–Impidiendo que anunciase mi incursión, el iniciado, conocido como Félix, abrió su enorme portón. Su apariencia contrastaba con el ambiente, esbozando una desaliñada barba gris, la cual se agitaba sobre sus harapos negros. Su mirada transmitía profundidad, a la misma vez un odio indescriptible, un odio que superaba lo humano. Otro contraste se hizo notar al momento en el cual me hizo pasar con teatral amabilidad. Me presenté temerosa y le expliqué las razones que me guiaron hasta él. No me atreví a reclamarle lo ocurrido con mi marido. Sin embargo, pudo intuirlo y burlonamente me aclaro su “inocencia”: Tú amado Gustav solo encontró su verdadero amor y anhelo… Su propia autodestrucción”. Seguido, tras pedirle su auxilio, rió y dijo que jamás me libraría de mi condena– Amelia hizo una pausa y se encorvó– Gustav se había envenenado y aniquilado no solo físicamente, sino a niveles muy elevados. Mencionó que, llevando a cabo ciertos procesos, podría atenuar sus efectos buscando una causa que me precediera. Quien cumplía con el requisito y estaba a mi alcance era mi madre. Le conté lo ocurrido evitando pedirle que me ayudase, a lo mejor mi perverso inconsciente quería sacrificarla por mi bienestar…. En fin, me presionó para que la llevase al castillo. Lugar donde las más terribles pesadillas se vuelven realidad ¿Cuántos pobres incautos no habrán buscado su auxilio o consejo, obteniendo consecuencias peores a las que debieron ser?
–Efectuó su mencionada resolución cobrándome una inmensa cantidad de dinero dejándome en la miseria. Mi madre ha sufrido lo que, por destino, debí sufrir yo ¡Qué cruel es la vida, con sus innumerables leyes aplicándose a quien sea, sin importar si es una víctima de su propia ignorancia!
Amelia soltó algunas lágrimas.
–¿Qué sabes del iniciado?– Preguntó X, indiferente al sufrimiento de Amelia.
Llegados a un punto de nuestra primera reunión, Félix me contó un poco sobre su pasado. Hace siglos perteneció a un grupo de iniciados. Según lo definió, un “iniciado” es aquel que ha podido alzarse por encima del vulgo y las leyes naturales, logrando no ser ya una marioneta inconsciente de la vida, sino su dueña. Félix, gozando de dicha ventaja, impuso sus deseos desviándose de su divinidad, recayendo en su estado mortal, almacenando, sin embargo, su conocimiento. Tan obstinado como era– Amelia comenzó a molestarse–aprovechó su poder para “hacer trampa”, desafiar las leyes en beneficio de quien pueda pagarle. Eso que llamamos “Brujería” o “Magia oscura”.
–¡Asombroso!– Gritó X casi extasiado.
–No es así, Edmund.
X abrigó una fascinación pocas veces experimentado. Jamás hubiese previsto que Amelia fuese capaz de retener y compartir semejantes misterios. De igual manera, la incertidumbre de que existiesen grupos secretos que influyeran sobre los grandes imperios y la fatalidad, universal y siempre en constante movimiento, supusieron emociones que oscilaban entre el horror y la intriga. Más tarde tuvieron conversaciones superfluas:
–¿Sigues en la pintura?– Preguntó Amelia recuperando su tranquilidad.
–Sí– Contestó X.
–Y ¿Cómo te ha ido en ello?
–Bien.
–Yo me dedico a la florería, aunque no he tenido mucho éxito.
–Yo tampoco. A veces ni siquiera puedo comer– Dijo X encorvándose con ligera vergüenza.
–La vida no nos ha tratado bien.
–A ti te ha tratado peor– Dijo X sonriendo.
Los dos compartieron una extensa risa.
–Bien, debo irme– Anunció X sabiendo que no quedaba más de que hablar.
–Vete con cuidado– Le despidió Amelia previo a entregarle un poco de carne y acompañarle hacia la salida, dejando a su desvalida madre, prosiguiendo con su eterno murmullo.
–Dime, espero no incomodarte, pero ¿Qué pronuncia tu madre en voz tan baja?
–Son rezos. Le reza a su dios esperando a que le ayude.
–¿Le ha servido de algo?– Al punto X se dio cuenta de cuan cruel sonó su pregunta.
—No. En estas instancias creo que sabemos lo imposible es la existencia de un dios amoroso.
FIN DE LA PRIMERA PARTE.