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LA ESPOSA DE NADIE

Antonio Carlin Lynch por Antonio Carlin Lynch
junio 5, 2025
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(Inspirado en la canción “Famous blue raincoat” de Leonard Cohen)

Son las cuatro y diecisiete de la mañana. El Hombre termina de escribir su carta y mira con desolación hacia la ventana. Está agotado, le duele ambas sienes y siente rígido tanto el cuello como la espalda; la espalda baja lo está torturando. Pero resiste al ver lo que tiene delante de él: media botella de coñac. Su mirada, fija en la calle, tal vez hasta más allá; dónde la nieve cae pausadamente y los copos danzan con una música, algunas veces soul, algunas veces blues, y esto, es lo que lo hace ponerse de pie y, con mucho esfuerzo, un esfuerzo sobrehumano por el cansancio va y le quita el postigo… y la abre. 

La abre muy pesadamente. 

Sí, allá abajo en la calle Clinton aún hay gente trasnochando. Se escuchan risas ebrias ahogadas en una interminable celebración. Es el fin de diciembre. Una mujer grita: “¡Quita tus manos de ahí!” Después, risas. De un momento a otro, enero llegará de igual manera. Bajo el toldo de un viejo café francés, con un nombre que poco o nada nos importa, un hombre de color, alto y robusto como un ropero y que viste abrigo oscuro y sombrero marrón, toca unas notas altas; es el hombre del sax y su estuche está en el suelo. Atestado de billetes y monedas. Su nombre importará en el futuro: ahora solo es el Hombre del sax. 

Junto a él tiene una pequeña botella de licor. Dentro de su abrigo, otras dos más. 

Y los copos de nieve siguen cayendo. Bailando con la música que sale de sus pulmones, y una pareja pasa por delante de él; y se abrazan, se besan, y se mueven tan solo un poco llevando el ritmo, y él la toma de la cintura, y teatralmente la vuelve a besar. Entonces saca de su bolsillo un billete de veinte, arrugado, y lo lanza dirección al estuche. El Hombre del sax asiente y sonríe un poco. Y la madrugada sigue transcurriendo, es la última madrugada de diciembre (ya lo habíamos mencionado), o ¿es la primera del año? 

El Hombre piensa qué estúpido sería si alguien narrara todos estos acontecimientos con unos versos o con una rima tan escueta. Mientras: allá afuera se escucha como alguien orina… en la banqueta. 

De un largo y sólido trago termina su vaso de coñac. Qué, curiosamente, le sabe a ajenjo. Y ebrio, que esa era su intención, permanece sentado en su mesa de trabajo. Entonces ve que ella abre la puerta y entra. Iluminada con un halo de ensoñación. Cómo si fuera la misma Fátima, o la virgen María. Se acerca y él nota que ella en su mano, lleva un mechón. 

Un momento…

¡Un puto momento! 

Quedamos en que íbamos a dejar este lenguaje tan “poético”, sí, así con comillas, porque se escucha y se lee tan … ¡Jodidamente falso! 

Pero es cierto: Jane llegó, y con ella llevaba un mechón. Obviamente de él. El ladrón. El asesino. El reverendo hijo de puta que se dice su hermano. Jane trae puesto un vestidito muy de verano. Parece que lo ha usado siempre desde aquel verano del amor. Afuera, la temperatura está como para congelarte las ideas y la libido; pero eso se soluciona con una botella de brandy, piensa el Hombre, mientras contempla a Jane parada bajo el dintel de la puerta. Ella sonríe. Se muerde el labio inferior coquetamente, y en ese momento: las primeras notas de “A Love Supreme” suenan, como música de fondo al vaivén de su falda. 

“Es imposible que ese hombre siga soplando a estas horas, y con esta temperatura… debe ser la música en mi cabeza”, piensa el Hombre: “¡Si hace un frío de los mil infiernos!” (no hay ningún problema con las metáforas, ¿verdad?) “Y ella con ese vestidito, me pregunto si no se les estará congelando la concha”. 

Ya, enfrente de él, sentada al otro extremo de la mesa (¿estaba esa silla ya ahí?) Jane le tiende el mechón… 

–He oído que… 

“Ssssh”, Jane lo calla. 

–Todos conocemos la historia, es mejor callar—dice Jane. 

Se levanta, sube una rodilla, estira el brazo y, de la corbata (porque el Hombre puede estar destrozado, hundido en la miseria; física y emocional… pero jamás perderá el estilo), lo jala hacia ella. Sus labios se encuentran. Se muerden. Ella huele a rosas, él a ajenjo. Ella sabe a sexo, él a traición. 

Mas no es el traidor, sino el traicionado. Todos conocemos la historia… 

Jane lo tumba sobre la mesa, y con sus pequeñas, suaves y delicadas manos, de un rápido movimiento le baja la bragueta, y le saca la verga. Que no está dura aún del todo. “Pero lo estará”, piensa Jane. Sus manitas la abarcan por completo. Comienza a chuparla y comienza a pasar, ahora sí, de la flacidez a la rigidez. Y es ahí, cuando el Hombre se transforma en dos: el flaco y gitano ladrón, y él mismo: el que fuera primero su hombre. Todos conocemos la historia. Ya no es más su hombre. 

Él jadea y jadea. Y forcejean. Se manotean. Y él piensa que aún puede hacer de Jane, o con Jane lo que quiera. Intenta poseerla. Levantarle la falda para penetrarla. Porque la conoce tan bien: Jane nunca usa algo debajo, pero ella es más fuerte, al menos lo es en estos momentos; y no se lo permite. “Tú ya no eres mi hombre”. Así, en seco. 

–¿Sigues con…? 

–Él sigue estando conmigo, y yo con él. Es mentira que soy la esposa de nadie. 

En esa parte la historia se ha equivocado.

–Solo vine a traerte este mechón. Y sí, él te lo manda. Feliz año nuevo Leo. 

“Leo, Leo, Leo”. Jamás le gustó que lo llamará así. 1970 nunca había sido tan triste. Y apenas comenzaba. 

Jane se acerca y posa sus labios sobre los de Leo (que deja de ser el Hombre, para convertirse en “Leo”). Ahora es un beso dulce, tierno, cálido e inocente. Un beso de primer amor. De esos que no conocen maldad, ni engaños, mucho menos bajas pasiones. Y él, sin pensárselo dos veces, mete la mano por debajo de su falda e introduce dos dedos (¡AHÍ ESTÁN LAS BAJAS PASIONES!) en su vagina. Que arde. Y moja. Es como si ella (la vagina de Jane) fuera el Aleph dónde, contaba Borges, se concentran todas las cosas, y seres existentes, y momentos, y universos y plantas y nombres e instantes, y los minutos y los segundos, y las horas, semanas, meses, años, y la vida y no vida también… Y no es qué un Aleph sea precisamente húmedo y caliente; pero esa sensación tuvo de golpe cuando giró esos dos dedos. De izquierda a derecha: como si fuera la combinación de una caja fuerte, y Jane estalla como Big Bang y se deja ir como las cataratas del Niágara y Leo siente una descarga eléctrica que le corre desde la muñeca hasta la cabeza; bajando por la columna y luego le vuelve a subir hasta el cerebelo y algo ahí (no pregunten qué) le hace “click”. 

Y una lluvia de imágenes inunda su campo de visión. 

Y ve las calles cubiertas de nieve de una ciudad muy vieja, en blanco y negro, y la gente viste abrigos del pasado y coches de otra época avanzando por las calles cubiertas de blanco con un poco de dificultad, y a los costados hay gente que con palas quitan la nieve del frente de sus negocios, y cae en cuenta que es su natal Montreal; y todo es como una antigua película muda pero que está a punto de dejar de serlo; es Westmount, un lugar que nadie conoce ni puede encontrar en el mapa, pero es su Westmount, lo reconoce aunque ya hayan pasado muchos años y de pronto, mira a Marsha, ¡su madre! Tan joven y elegante, lleva puesto un abrigo color sepia, pero lenta muy lentamente va coloreándose, hasta que se vuelve marrón. Sus guantes son rojos y ahora toda la película pasa del blanco y negro, al color. Y en ella, observa a un hombre alto, con una larga barba grisácea y reconoce en él, a su abuelo, el respetado rabino Solomon, y también ve a su padre, Nathan, que va caminando por la calle Kline, y que entra a una cafetería, al lado de una librería especializada en libros de leyes y medicina, no alcanza a ver el nombre de la cafetería; pero ve que Nathan toma asiento en una mesa de una de los rincones de la cafetería, apartado, ¿fue su padre un hombre siempre apartado? Y Marsha entra después y lo alcanza. Siempre detrás de él. Así es como la recuerda. Y ambos piden té, y Marsha lo acompaña con una rebanada de pay de manzana, y nota que Nathan está hablando y hablando, y Marsha, escucha que te escucha, y la mira fijamente a los ojos y en momentos Marsha baja los suyos y bebe de su taza de té, y él, sin quitarle los ojos de encima, estira su brazo y la toma de la mano, y ella, sorprendida, ha dejado caer el tenedor y los labios de él se mueven y forman la oración: “¿te casarías conmigo?” Y ellarecupera la compostura, y abre mucho la boca, y exclama un: “¡Sí, acepto!” Y se besan,y su abuelo dice al principio “¡No!” Pero luego, da su brazo a torcer: “está bien, está bien. Es judía, es una de nosotros”. Es lo que piensa el abuelo. Y ve la boda de sus padres, con muy pocos asistentes, por cierto, y luego los ve ya, en la intimidad, en la consumación de su unión, haciendo el amor (y eso es algo que, gustoso se hubiera negado a observar), pero su padre es tan cariñoso y ve que su madre está toda rígida, temerosa, incluso llega al llanto; ¡su madre era virgen! ¡Pues por supuesto! O, ¿es qué alguna vez lo dudó? Y Leo recuerda la primera vez que él estuvo con una mujer; y fue exactamente igual. Y las imágenes siguen pasando rápido, muy rápidamente, y llega entonces el día de su nacimiento, un 21 de septiembre; ve a su madre gritando, y pujando, pujando y gritando, no recordaba que le hubiera hecho sentir tanto dolor a su madre, y por un instante se siente mal… hasta que por fin se digna a llegar a este mundo. Y su madre sonríe. Y la verdad es que nadie esperaba mucho de él. Y se vio a sí mismo dando sus primeros pasos, diciendo sus primeras palabras y haciendo sus primeros garabatos; nada de eso era poesía, ni siquiera cerca, pero algo en él sabía que su destino eran las palabras. Y de pronto, cuándo todo estaba tan bien, Nathan fallece, el pequeño Leo tan solo tiene nueve años, ¿de qué falleció? ¡¿De qué falleció?! No puede recordarlo. No puede verlo. “¡Hey, hey! ¿Puedo volver a ver eso? ¿Alguien puede rebobinar la cinta?”, pero no hay respuesta, y claro, no hay vuelta atrás. Ya no hay vuelta atrás. Y él sigue sin recordar nada de la causa de la muerte de su padre, tan solo recuerda las palabras del abuelo: “Eres un descendiente de Aarón, el sumo sacerdote”. Lo soy. ¿Lo soy? Murmura Leoen voz muy bajita. Cómo si estuviera en un trance. Y las imágenes siguen pasando y se ve a sí mismo un poco más grande, pero sin llegar aún a la adolescencia, y va asistiendo a la Westmount High School, y allí es donde toma sus primeras clases de música y de poesía. Y ahí descubre a García Lorca, y siente esa misma emoción y pasión, y ese mismo escalofrío en la espalda. “Algún día tendré un hijo, y le pondré su nombre, como pequeño tributo”. Y lo sigue pensando. Y ve al joven español que vivió a unas cuántas casas de la suya en Montreal. “¿Cómo se llamaba? ¿Cómo?” Tampoco recuerda su nombre, otra laguna más, pero no importa. Ese joven le enseñó sus primeros acordes en la guitarra y le habló del flamenco. Gracias a él descubrió el flamenco. También le habló de España, de Sevilla, de Granada y de Mallorca; ironías de la vida… él solo quería practicar tenis con él. Entonces dejó su raqueta en un rincón de la habitación, hasta que terminó olvidada y cubierta de polvo; y se compró una guitarra. Y las imágenes siguen y siguen… el Main Deli Steak House, dónde, ya con dieciséis años iba a ver a las prostitutas, siempre vigiladas por sus proxenetas. Old Montreal y sus primeras borracheras, y el tabaco, y las mujeres y la poesía, que ya nunca lo abandonarían. Y sus primeras lecturas en público, en Little Portugal. Y más mujeres, de todo tipo de cabelleras y colores de piel, diferentes nombres; y hasta nacionalidades. María, una portugueña trigueña, y sus primeros poemas “ya en serio”: “Sparrows”. Y sus primeras publicaciones. Ahora sí ya podía nombrarse Poeta. Eran mediados de los años cincuenta. Leía a Yeats, a Layton, Whitman, Miller y por supuesto: a Lorca. Y, al leerlos a todos ellos, ellos parecían leerlo a él. Y lo aprobaban. Y a veces no. Fueron sus primeros críticos. Y vio cuando puso el punto final en “Let Us Compare Mythologies”, y de nuevo sintió esa satisfacción de terminar su primer poemario. Y al verlo en los escaparates de las librerías, su pecho se ensanchó de orgullo. Ese libro estaba dedicado a Nathan, y vuelve a escuchar a Marsha, su madre: “uno no vive de la poesía”. Y se ve a sí mismo yendo a Nueva York, cabizbajo, con las palabras de su madre retumbando en sus oídos y cabeza, los sueños rotos en la maleta y su libro bajo el brazo para leerlo y releerlo durante el viaje, iba a estudiar derecho, o al menos esa era la idea. Pero no funcionó. Afortunadamente no funcionó. Y regresa a Montreal con una sonrisa en la boca. Así, justo como está sonriendo ahora mismo. De nuevo. “Pasión sin carne, amor sin clímax” eso fue su paso por la universidad. 

Y comienza a escribir su segundo libro: “The Spice-ox of Earth”, y la década de los sesenta comienza. Todo va perfecto en su vida, se siente pleno. Su padre le ha dejado algo para él y sus poemas se venden (contrario a lo que aseguraba Marsha), y viaja a Grecia, y se enamora de Grecia y entonces, decide comprar una casita en Hydra. Y ahí tiene todas las Islas Sarónicas y sus amaneceres, para él solo, y para escribir en sus puestas del alba y ahí es donde la ve por primera vez… Jane… Jane. Solo que no conocía su nombre. Fue una simple mirada. Un instante. Un instante en una mañana soleada, en la terraza de un café al aire libre. Una ligera brisa movía el cabello de ella y sus ojos se cruzaron por unos cuántos segundos en lo que él, buscaba un mesero. Incluso puede estar seguro que ella usaba el mismo vestidito que usa en estos momentos. La observó de mesa en mesa y ella por debajo abrió un poco las piernas y las cruzó: nada. Nada debajo. 

Fue amor a primera vista. 

Ella iba acompañada por una pareja ya grandes, ¿sus padres? Sin duda. O quién sabe. ¿sus tíos? ¿Sus abuelos? O también podrían haber sido una pareja de pervertidos que la contrataron como prostituta o dama de compañía. Es igual. Sí, sin duda esa es la realidad. Pero en ese momento él pensó: “¡Qué importa!” Él supo que tenía que ser suya. Pero no se atrevió. Cinco años más tarde presentaba su novela “Beautiful Losers” en una librería de la calle 47. Jane estaba allí, en la fila: “¿me lo puedes dedicar? Mi nombre es Jane”. El Hombre. Leo, nuestro hombre, vuelve a mirarla a los ojos de la misma manera que aquella mañana en la terraza de esa islita en Grecia, y ella se la regresa. “A quién con tanta desesperación busqué en mis sueños, en las noches griegas de Hydra. Y ahora sé su nombre”. Y salieron de allí por una copa. Y ese fue el comienzo del fin. Ya que todos conocemos la historia. 

En unas horas, ya qué se sienta mejor, irá a dar el pésame a la familia de Jane. Si es que tiene alguien en la ciudad. Él nunca lo supo. O a su hermano, rival de amores. Que, curiosamente, nunca se apareció en las imágenes que vio. Pero sabe que está vivo, y piensa devolverle el mechón. El problema: es que el mechón ha desaparecido, se ha ido con Jane. No así, el olor de ella, que le ha dejado en sus dedos. Todo ahora está en silencio. Ya ha amanecido. Lo segundo que hará, piensa, es buscar al hombre del sax. Lo encontrará y le invitará un trago, o dos. Tiene que encontrarlo y ofrecerle que toqué con él. Sí. Qué le ponga música a su poesía, que graben un disco juntos y salgan de gira a tocar… hacia Grecia. 

Sobre el autor: Antonio Carlin Lynch

Antonio Carlin Lynch (Monterrey, Nuevo León) Escribe normalmente reseñas y notas de cine, literatura y conciertos de metal para Un Café con Lina. Próximamente una tercera edición de su libro de relatos de terror: “Nadie sangra por la bailarina” saldrá a la venta. Este es uno de sus relatos que tiene, inspirados en la música de Leonard Cohen.

Facebook : Antonio Carlin Lynch 


Etiquetas: autoreshistoriasTerror
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