Cuento por : Ana Luisa Ortiz
Era diciembre, en un invierno que amenazaba con perlar la ciudad de mantos blancos. Mi madre refunfuñaba mientras se ponía en el cabello rulos color rosa. «Vaya fecha qué escogió mi hermano para su boda», dijo en tono de protesta. Por las bajas temperaturas, los tíos decidieron dejar a los pequeños en casa de la abuela al cuidado de la tía Ángela que recién había parido. La noche de primos transcurrió entre risas y juegos. Recuerdo que cuando la hora marcó las doce con diecisiete minutos escuchamos a alguien tocar la puerta. Hubo algo peculiar, ladridos de perros rasgaron la quietud que imperaba. El rostro de la tía lució sorprendido: «¿A quién se le habrá olvidado su llave?», dijo, mientras yo caminé unos pasos tras ella. Los golpes eran cada vez más fuertes. Confiada, abrió la puerta y al instante una ráfaga frenética arremetió con violencia al interior de la casa. Era un viento helado que iba acompañado de algo más, algo siniestro. El griterío y llanto no se hicieron esperar. Las puertas y ventanas eran golpeadas por un intruso invisible. Corrimos a las enaguas de la tía que pronta cargó a su bebé recién nacido. Cerré los ojos, los apreté tanto, que, por un instante me convencí de que nunca podría volver a abrirlos. Fue hasta que las manos de mi padre me hicieron reaccionar que comprendí que la familia había regresado. La abuela Chonita sirvió café mientras hacían sobremesa. El abuelo Tomás que permaneció en silencio recargado a un lado de un cuadro de la virgen de Guadalupe, aseveró que la aparición ocurrió porque en la calle aconteció «una tragedia», algún suceso que era del conocimiento de los adultos. Dijo que «las malas energías son como un imán que atraen más mal»; su voz fue interrumpida por ladridos de perros a la distancia. «El maligno» dijo en un susurro, levantó la ceja para remarcar su dicho y todos asintieron en silencio. A más de cincuenta años de distancia, jamás volví a experimentar nada sobrenatural ni nada que me hiciera sentir terror como esa noche de invierno, hasta el viaje de dos mil quince. Algo en mis entrañas me hizo sentir que no sería la típica visita a los clientes, no solo porque estaría presentando a mi reemplazo ahora que me tocaba la jubilación. No, desde el momento que el avión atravesó una violenta turbulencia lo supe, algo iba mal. ¿Por qué en mi último viaje de trabajo? ¿Por qué tuve que observar a esa criatura aberrante? Era un ser salido de la ribera de la locura o del infierno, ¡Cristo bendito! ¡Le vi devorar a un hombre!
Aquella mañana, después de la sacudida en el aire, que incluyó caída de equipaje, gritos y gente volviendo el estómago, logramos descender del avión. Me encontraba algo impresionado. Mi compañero-reemplazo, con su frescura de veinticinco años lo tomó con gracia. «Vaya paseo», le escuché decir en cuanto pasamos al interior del aeropuerto General Roberto Fierro Villalobos, en Chihuahua. Rentamos un vehículo, y seguimos la agenda preparada por Ceci, mi todavía asistente. En las compañías que visitamos me fueron dadas palabras de apoyo por mi nueva etapa. Al caer la noche fuimos a ese restaurante de cortes de carne que tanto me agradaba. Todo iba normal hasta que la mala suerte comenzó a pisarnos los talones. Al llegar al hotel que Ceci reservó, nos fue informado de una falla en el sistema, unas reservaciones hechas a mano que no fueron pasadas al computador nos llevaron nuevamente a la calle y a llegar como último recurso a las puertas del hotel Mirador. Lucía rústico, no de una forma agradable, la alfombra que daba la bienvenida se notaba muy gastada y sucia. Un aroma a café ya muchas veces recalentado te invitaba a despacharte con un letrero que decía «Sírvase usted, con confianza». En la recepción una luz amarillenta parpadeaba por alguna falla. Tras el mostrador un joven desaliñado miraba un video en la pantalla de un móvil. ¡Qué mala pinta de lugar! Marqué molesto a Ceci, pero me indicó que por la hora no pudo conseguir otra opción, no era desconocido para ninguno de nosotros que la ciudad era peligrosa a cualquier hora, ¡pero este lugar! Apreté la boca en una mueca que ocultó un centenar de insultos, cuando la escuché decir que al día siguiente nos conseguiría un mejor hotel, que aguantáramos solo esa noche, solo una noche.
Caminamos a las habitaciones en el tercer piso, no tenía elevador, los pasillos eran iluminados por luces en tonos cálidos, un aroma añejo de humedad y cenizas de tabaco flotaba en el ambiente. Mi compañero quedó al final del corredor, yo a tres puertas de las escaleras. Decidí meterme a bañar, a punto estaba de terminar cuando la luz de la habitación se apagó, el agua dejó de caer; en silencio y en total obscuridad esperé unos instantes a que los servicios se reestablecieran; nada. Molesto, tomé la toalla y me cubrí; pisando con cuidado salí a tomar el móvil que dejé cargando en el tocador, al ver la pantalla observé que eran las doce con diecisiete minutos, un recuerdo de aquella noche de diciembre saltó a mi mente: ¡Qué clase de mala coincidencia era esa! Obviando ese momento perturbador, usé el flash del móvil para iluminar la habitación, intenté comunicarme a la recepción desde el teléfono fijo, no tenía línea. La ansiedad se estaba apoderando de mí, consideré marcar a casa, no lo hice, mi esposa estaría dormida, no tenía caso preocuparla. Decidí bajar a la recepción, me vestí rápido y abrí la puerta, las sombras del pasillo mezclada con la luz de los letreros de salida de emergencia lo convirtieron en un lugar siniestro, sobre todo al llegar a las escaleras, me pareció la entrada al averno por una empalagosa luz roja que teñía todo en el color de la sangre. Cada paso que daba era acompañado de un crujido macabro, como si el propio edificio susurrara secretos oscuros. Me giré sobre mis pasos para regresar a la seguridad de la habitación cuando un grito horripilante ultrajó el ambiente, mi corazón se detuvo por un instante. No supe ubicar en qué dirección provenía, de golpe cerré la puerta y la aseguré. ¿Qué era aquello? No imaginaba ningún escenario por el cual una persona pudiera liberar semejante alarido. Me senté en la cama angustiado, en eso consideré otra situación: La violencia en la ciudad; quizá me encontraba en medio de un intento de levantón o una ejecución. ¿Qué debería hacer? «Habla a la policía», me dije, tomé el móvil dispuesto a marcar cuando al ver la pantalla me petrifiqué. No, no era posible, fuera de toda lógica, la hora seguía marcando las doce con diecisiete. Me froté los ojos y regresé la vista a la pantalla, no había error. ¿Cómo era posible? «Estoy dormido, claro eso es», me dije, «comí demasiado y esta es una pesadilla». Pensé en meterme a la cama para obligarme a cerrar los ojos cuando otro grito terrible me detuvo, era diferente, pude percibir dolor físico. Con los nervios a tope marqué a la policía. La llamada no se concretó, el móvil indicaba sin red. Corrí a asomarme a la ventana jalando una pesada cortina que como todo en el lugar lucía sucia. Afuera la noche transcurría como cualquier otra. Salí corriendo de la habitación decidido a bajar por la escalera mortecina, necesitaba pedir ayuda. Armado únicamente del móvil, iluminé el corredor con la pequeña pantalla, ya no alcanzaba la carga para encender el flash, horrorizado observé que las escaleras habían desaparecido. Me recargué en la pared palpando con las manos cada centímetro, buscando una diferencia en la estructura, algo que me hiciera pensar que el pánico me provocaba alucinaciones, nada, era un muro liso. En ese punto un terror insoportable corría sin control por mi cuerpo, mi pulso se aceleró y un sudor frío recorrió mi espalda mientras la certeza de estar atrapado en ese lugar sombrío me tomó por completo. Me di la vuelta para regresar a la habitación, quedé pasmado, no se encontraba mi puerta, me fui contra la pared golpeándola con los puños, nada, no había nada. Me sentí al borde de un abismo.
Caminé por el corredor sin rumbo, asustado y derrotado, sin encontrar nada más que oscuridad hasta que en la penumbra observé una puerta, una que no tenía número de habitación. Di vuelta a la manija, no quería entrar, temía por lo que pudiera encontrar al otro lado. Un aroma desagradable me provocó una arcada de asco, era sangre fresca, y vísceras. Me llevé la mano a la boca mientras avancé al interior, lo que vi nunca más pudo apartarse de mi conciencia, quedó grabado en mis ojos a detalle: en la cama yacía un cuerpo, un torso abierto en canal y una pierna desmembrada, algo se encontraba encima, devorándolo; tan ocupado estaba que no puso atención a mi persona. Con la precaria iluminación que ingresaba por las ventanas alcancé a percibir algunas de las características de esa abominación humanoide, con un hocico dentado no visto en ningún animal, brazos largos que terminaban en garras. Me horroricé tanto que no pude contener un grito, lo que hizo que el ser me echara una mirada mostrándome sus ojos de fuego y la voracidad de su hocico. Logré correr y me interné por esos pasillos infinitos, cuyos letreros de salida no conducían a nada.
Exhausto me tumbé al piso, recordé que en aquella noche de diciembre luego de cerrar los ojos todo terminó como si de una pesadilla se hubiera tratado. Me aferré a esa esperanza, y apreté con fuerza mis ojos. Mientras jalaba aire para tratar de reponerme, recordé un comentario que escuché de pasada, algo que mi mente no consideró relevante, pero que en estos momentos brincó en la videoteca de mi conciencia: dos jóvenes que disfrutaban de un cigarro afuera de una de las oficinas que visitamos: «No tiene ni tres días del homicidio», «¿Cómo lograron reabrir tan pronto el hotel?». «Si, otra vez pasó en el Mirador.» ¿Por qué pasé por alto ese terrible antecedente? ¿Qué dijo el abuelo Tomás? «Las malas energías son como un imán que atraen más mal».
Repentinamente percibí algo de claridad a través de los parpados y abrí los ojos. Las luces se encontraban encendidas, las escaleras habían regresado, a mi espalda estaba la puerta de mi habitación. Mi compañero llegó caminando por el pasillo, lucía algo asombrado, por el corte de luz, refirió. Sintiendo como mis temores iniciaban retirada, pregunté la hora: cinco minutos para la una de la mañana.
Lo ocurrido esa noche no me permití relatárselo a mi esposa ni a nadie. Quizá por ello a más de ocho años de mi último viaje, el insomnio es un compañero persistente. Mi esposa no comprende por qué ahora la luz de la lámpara de la mesita de noche siempre se encuentra encendida. Trato de alejarme de la oscuridad, incluso de la que se encuentra en mi interior, no quiero ser un imán, pero temo por mí, temo por un día que, al cerrar los ojos, las tinieblas me atrapen para siempre.
Ana Luisa Ortiz Martínez, Monterrey, Nuevo León, México. De profesión abogada, escritora nacida por la pasión a las historias de terror. «Nadine & August» fue publicado en la antología Anatomía del amor de Ita Editorial. «Paseo nocturno» en Crónicas de una noche oscura por Ita Editorial. «Eternidad» y «La espera» se incluyen en la antología digital Finis Mundi de Escritores Neoleoneses Emergentes. Colaboró en los números 28 y 29 de la revista digital Trinando. Su primera novela de terror «Negocio familiar» publicada por Alas de Cuervo, se presentó en la FIL en Monterrey. «Milagro navideño» en la antología digital Monstruosa navidad de Verso Inefable. El relato «Snack nocturno» forma parte de la colección de cuentos Bestiario de Pesadillas I próximo a publicarse por la editorial Alas de Cuervo. El relato «Quién te mira» se incluye en la colección Érase una vez, el apocalipsis, de la editorial Akera también próxima a ser publicada.
Redes Sociales: Facebook: Ana L Ortiz Instagram: @queenseras
AnaLuisaOrtiz (@ana.luisa.ortizm) • Fotos y videos de Instagram
Me encanta leer tus historias, siempre me atrapan desde el inicio y me transmite todo lo que escribes como si yo fuera el personaje.