Valeria Araya
Sintió los fríos labios de la muerte en ese revólver que descansaba dos centímetros arriba de sus cejas.
Todo se movía alrededor porque ser asaltado en una van adaptada para transportar mexiquenses no era la situación más cómoda: estaba a un bache de distancia de embarrar sus sesos contra el cristal, justo a un costado de la pirámide tarifaria.
Era solo él y el desconocido. Corrección: el desconocido, la pistola y él, en un escenario inevitable por su condición de ecatepense venido a más. Y todo por volver a ese pinche pueblo que lo único que había traído era pobreza y sangre, pensó él. No, era mucho peor que eso: era pobreza que sangraba por unas costras que nunca iban a cerrar.
De ahí, del mismo rincón de la miseria, venía ese cabrón. Pequeño cabrón, porque aún con las drogas parecía cinco años menor que él, y serían diez, de no ser por el corte del maleante.
¿Qué tan diferentes podían ser? La piel era la misma, tostada y descuidada, aunque la suya parecía más curtida y lastimada por la vida, sí, peor aún con eso, con todas las semejanzas y teniendo el mismo origen, estaban ahí, puntualizándose más diferencias que similitudes.
Así pues, fue cuando el esculcarle sin pudor, pero con prisa, interfirió con el tren de pensamiento que tenía, para hacerle caer en cuenta que la prisa que el otro parecía mostrar no servía de nada porque cruzar hacia Indios Verdes no significaría algo más, no era como si estuviesen por llegar a un portal dónde la justicia existiese, ya que ni la geografía ni la policía estaban para ayudarle.
Al final no hubo remedio: había encontrado su cartera, y sin despegar el cañón de su cabeza, la examinó: imitación de piel, monedas de cinco, de diez, una estampita religiosa, un condón que representaba una tristísima esperanza agujerada y una nota que por fin había encontrado su destino:
“Puto el que lo lea”.
El arma se disparó y fue lo último que supo.
Valeria Araya. Escritora y cronista musical por pasión y copy-writer creativa publicitaria por vocación. Mexicana, necia y aferrada, a veces escribe cuentos, en ocasiones reseñas y por lo regular da voz y vidas a marcas de consumo con las que miles de personas interactúan diariamente. Para ella el desafío no se encuentra en descubrir sobre qué escribir, sino en encontrar cómo hacerlo. No existe mejor escuela a la que haya asistido para aprender a comunicarse de manera escrita, que sentarse a ver la vida y arrastrar el lápiz cuántas veces fue necesario, porque al final, no importa cuantos tachones y borrones tuvo que dar para lograr una provocación bien estructurada. Los ingredientes secretos para ella siempre han sido el sudor, sangre y un poco de edición.