Autor: Mariano Eme
Los pollos yacen en el suelo sucio del granero, entre trozos de madera y un tractor inservible; hace apenas un par de horas inundaban el patio trasero y el silencio era roto por sus pequeños “píos” y la sonrisa eufórica que los perseguía sin sentido. Ahora solo es un gran montón de plumas, carne y sangre escurriéndose entre polvo y piedras; la ternura insana de la imagen capturada por sus pequeños globos oculares provoca inevitablemente el caer de lágrimas, que bajan tímidamente por sus mejillas hasta que son derramadas en la tierra. Sus lágrimas dentro de unos momentos se habrán borrado del suelo, ya que ha comenzado a llover en el pueblo.
Un apocalipsis a escala, “así lo quiso Dios”, escucho que alguien sin saber remata mi pensamiento. De fondo escucho un irreflexivo amasijo de gritos desgarrados, murmullos, sirenas, automóviles frenando mientras mutilan el jardín ubicado frente a la propiedad. Yo sostengo tiernamente su mano, veo fijamente el innombrable montón de pequeños cadáveres que comienza a ser rodeado por una cantidad considerable de moscas; pienso que sería bueno que siempre lloviera en el pueblo cuando también hay llanto. Siento que él aprieta fuertemente mi mano, siento que me lastima, sé que lo hace para contenerse y no ceder por completo, sé que él lo hace porque desea aferrarse al espejismo que se ha inventado, lo sé porque veo lo que él no se atreve a ver.
Frente a nosotros, empapados bajo la lluvia, no se encuentra un enorme montón de “pollitos”… La imagen que tenemos frente a nosotros es desgarradora, cada uno de esos cuerpos inertes representa una fracción de nuestra inocencia perdida, un símbolo de la fragilidad de la vida que tan cruelmente ha sido expuesta ante nuestros ojos. Los colores vivos de las plumas ahora se ven apagados por el lodo y la sangre, creando un contraste macabro que se graba en la memoria.
El granero, que solía ser un lugar de risas y juegos, ahora se ha convertido en un escenario de tragedia. Cada rincón parece impregnado del sufrimiento que hemos presenciado. Los trozos de madera esparcidos por el suelo cuentan la historia de un lugar que una vez fue lleno de vida y ahora es un monumento al dolor. El tractor, inservible y oxidado, parece un testigo silencioso de lo que ha sucedido, su presencia inmutable contrasta con la desesperación humana que nos rodea.
La lluvia, que comienza a caer con más fuerza, no solo borra las lágrimas del suelo, sino que también parece querer lavar la pena que sentimos. Sin embargo, sabemos que hay cosas que ni siquiera la lluvia puede borrar. El sentimiento de pérdida es profundo y se arraiga en nuestro ser, mientras los sonidos de la tragedia continúan de fondo, recordándonos que la vida sigue su curso, implacable y sin piedad.
Mientras sostenemos nuestras manos, siento que este acto simple es lo único que nos mantiene conectados a una realidad que parece desmoronarse. La presión de su mano en la mía es una mezcla de desesperación y esperanza, un intento de encontrar estabilidad en medio del caos. Las moscas, atraídas por la escena, zumban alrededor de los pequeños cuerpos, añadiendo un toque macabro a un cuadro ya sombrío. Me pregunto si alguna vez podremos superar este momento, si alguna vez podremos mirar al granero sin revivir esta escena.
Las lágrimas continúan cayendo, mezclándose con la lluvia, creando pequeños riachuelos que serpentean a través del suelo polvoriento. En ese momento, deseo con todo mi ser que el tiempo se detenga, que podamos encontrar una manera de revertir lo irreversible. Pero sé que es imposible, y la realidad se impone con toda su crudeza. La vida es un ciclo interminable de alegría y dolor, y hoy hemos aprendido esta lección de la manera más dura.
Mariano Morales mejor conocido como EME, es un escritor de servilletas, cronista de las causas pérdidas y poeta del mítico colectivo Escuadrón de la Muerte S.A., gusta de escribir sobre el cochambre & ocasionalmente en él…