Autor: Ricardo Kaiser
PRIMERA PARTE
“All the evil in universe was concentrated in their lean, hungry bodies / Or had they bodies?/ I saw them only for a moment. I cannot be certain”
Frank Belknap Long
“The Hounds of Tíndalos”
1929
De mi primo Matheus, a quién yo siempre llamé Mat, tengo el recuerdo de un niño flaco como un fideo, de ojos verdes huidizos, que jamás sostenían la mirada. El cabello alborotado, de un curioso rubio seco y piel tan pálida que casi parecía un famélico a punto de fallecer. Siempre fue alto, siempre me sacó varios dedos de altura. Dejé de verlo cuando justo entrábamos en la adolescencia. Nos habíamos mudado a Ohio, a una ciudad llamada Hamilton que por algún motivo aborrecí desde el primer segundo en que puse los pies en ella. Llegamos a un feo suburbio de casas color gris que parecían una copia exacta la una de la otra; todas en sucesión; como siguiendo algún enfermizo patrón.
Mi padre era un hombre de nariz aguileña y chueca por algún accidente del que jamás habló. Era muy blanco y alto. La cabeza casi calva. Tenía fuego en los ojos. Era un ultra religioso. Un bautista extremista y supremacista blanco que militó alguna vez en cierto movimiento llamado Aryan Nations, tema que le gustaba presumir. En su chimenea, bajo un enorme cristo de madera y latón tenía el retrato de unos tales Nathan Bedfort Forrest, Richard Girnt Butler y Wesley A. Swift, al lado de un par de banderas confederadas. Yo no sabía quiénes eran esos tipos, pero mi padre los veía con absoluta devoción. A nosotros, sus hijos, dos hombres y una mujer, nos crío con cinturón en mano.
Mi madre era una rubia muy delgada, que quizás en algún momento de su vida fue muy bella, pero que luego se volvió una mujer escuálida y callada que pasaba sus días entre las páginas de la biblia y el humo de los cigarros, además de la cafeína y botellas y botellas de caribe cooler. Una mujer que cierto día, harta de las constantes bofetadas que le propinaba su marido y de los lloriqueos ahogados de sus hijos decidió tomar una maleta para luego abordar un taxi y huir para jamás volver. Jamás volví a saber de ella. Debí tener unos dieciséis años cuando eso pasó. Creo.
Lo que sí recuerdo perfectamente fue cuando tenía veintiséis. Tengo la imagen muy clara: mi padre poniéndose de pie y quitándose el cinturón. Ya no recuerdo cuál fue el motivo de su enojo, lo que sí recuerdo es lo siguiente: me recuerdo tomando su brazo en el aire para luego torcer hacía abajo como un alambre. Luego recuerdo mi puño izquierdo hundiéndose en su cara. Lo recuerdo cayendo de espaldas haciendo un sonido seco como el de un costal. Lo que siguió fueron una sucesión de patadas y golpes. Creo que le di en el estómago. Estoy seguro de haberle dado varias veces en el pecho y luego en la espalda, cuando intentó protegerse, encogiéndose como un molusco. Le di varios golpes en el rostro, incluso creo que lo pateé en la quijada. Recuerdo el sonido de sus dientes y su nariz al quebrarse. Luego me recuerdo subiendo a mi habitación. Llené mi mochila de algunas cosas, ya no recuerdo qué. Tomé mis muchos o pocos ahorros y luego escuché el gorjeo y la tos sanguinolenta de mi padre al pasar a su lado para luego cerrar la puerta tras de mí.
Me fui a vivir a Connecticut, en donde conseguí tener una vida más o menos decente. Nunca fui a una universidad, pero siempre me habían gustado mucho las computadoras y me volví un experto en ellas. Vivía haciendo trabajos de informática. Hacia páginas web; programaba; hacía animaciones y también hacía trabajos especiales de hacker. Robaba contraseñas, información privada, creaba y propagaba virus, todo con un costo más elevado, claro. Sucedió que cierto día el edificio en donde vivía ardió. Nunca se supo que lo causó. Lo cierto es que yo y varios o más bien todos los inquilinos vimos como las llamas devoraban la fea construcción de color gris verdoso a causa del moho. Vi mi ventana; mi departamento escupiendo largas llamas que parecían bailar a mitad del mediodía al son de algún ritmo silencioso e infernal.
Me quedé en la calle.
No busqué ayuda con mi familia, pues mi padre adolecía en un asilo a causa de cierta repentina locura y de cierto daño cervical que casi le impedía moverse. Daño provocado por cierta golpiza propinada por unos de sus hijos. Mi hermano mayor había fallecido dos años antes en accidente de carretera. Su coche se estrelló contra un tráiler. No me pesa decir que no lamenté su muerte en absoluto. Mi hermana, un año menor que yo, había heredado el fanatismo de mi padre y dedicaba su vida a cierta congregación, y por supuesto, me detestaba tanto como yo a ella. Yo no tenía más familia, excepto mi primo Mat.
II
Mat vivía en una vieja casucha de un solo piso. Era de madera y pintada de un enfermizo blanco mohoso, con el techo a dos aguas en color negro. Parecía ser la última casa del pueblo en donde vivía, pues detrás de ella se abría un largo y verde paraje boscoso que se elevaba varios metros en una empinada loma. Aquella casa había sido la única herencia de sus padres, mis tíos, ambos ya muertos. Mi tío murió primero, víctima de un repentino mal cardíaco y mi tía, hizo lo mismo dos años después de un feo cáncer estomacal. Eso fue en nuestra adolescencia. No asistimos a los funerales pues mi padre decía que mis tíos eran unos pobres hippies hijos de puta adoradores de los negros y del new age. Yo los recordaba con cierto cariño, aunque ciertamente había convivido muy poco con ellos. Mat aceptó recibirme en su casa cuando le conté mi situación. Jamás perdí contacto con él, aunque nuestra comunicación se reducía a esporádicas llamadas, luego a correos electrónicos y luego a mensajes y posteos en redes sociales las cuales él actualizaba dos o tres veces por año y en las que jamás subía una fotografía suya.
De pronto, me encontré de nuevo frente a él. Seguía siendo más alto que yo y seguía siendo un largo saco de huesos. Vestido siempre de playera y pants, y raras veces shorts que dejaban ver unas piernas pálidas, flacas y llenas de pelo rojizo. Usaba el cabello un poco largo y descuidado, que siempre de los siempre ocultaba bajo una gorra. De su barbilla nacía una barba que luchaba por crecer. A mí me gustaba bromear diciéndole que, si acaso buscaban a alguien para un live action de Shaggy, el amigo del perro Scooby Doo, él estaría perfecto para el papel, Incluso a veces lo llamaba así, Shaggy. Él ignoraba mis bromas, por supuesto. Era un bebedor compulsivo de Coca Cola. Adicto a las sopas instantáneas y a la mariguana, sin llegar a ser un adicto empedernido. Yo no era tan habitual a las drogas, aunque, confieso que varias veces llegué a compartir algún cigarrillo con él. Mat se dedicaba a la venta y fabricación de fertilizantes y se podría decir que vivía bien, por así decirlo. La vieja casa henchía de humedad y goteras por doquier. El viejo papel tapiz de las paredes, un raro diseño floral geométrico de color café con fondo beige se partía a pedazos por doquier, con trozos doblados colgando como holanes por doquier. Lo peor era la cocina, que era un hervidero de moho, malos olores y óxido. Mat no tenía mucho interés por mejorar su estilo de vida. Se podría decir que él era feliz así. Todo simple. Todo fácil.
Nadine era la novia de Mat. La primera vez que llegó entró sin tocar. La puerta no tenía seguro así que cualquiera podría entrar sin problema, mas nadie se interesaría por entrar a robar a una casa tan decrépita. Ella llegó con unas bolsas de compras. Estaba envuelta en un conjunto deportivo de color morado con líneas verdes. Nunca voy a olvidar su cara de extrañeza al verme ahí.
–Te presento a mi primo– Dijo Mat entrando en la estancia mientras masticaba ruidosamente un muffin– Va a vivir aquí un tiempo, sentenció antes de darle un ruidoso beso en la boca a su novia.
Nad era delgada. De cintura breve y piernas atléticas. Era de poco busto y los brazos extrañamente marcados como quién práctica gimnasia, aunque jamás supe si era atleta o algo así. De cabeza grande, casi la forma de un foco. Ojos grandes color miel. Nariz pequeña. Piel muy blanca y el cabello siempre teñido de un raro rojo oscuro. Nunca dejé de preguntarme cómo alguien como ella andaría con un pelmazo sin futuro como mi primo. No vivía ahí, pero pasaba gran parte del tiempo en la casa. Era simpática y amable conmigo, aunque sin llegar nunca a trazar una amistad. percibía que marcaba su distancia. Algunas noches dormía ahí, otras, se iba y no regresaba en días. Jamás los escuché pelear. Quizás se llevaban muy bien.
III
Yo seguía trabajando en lo mío, con mi vieja lap. Lo único que pude rescatar de aquel incendio, gracias a que precisamente ese día la llevaba conmigo. Todavía recuerdo el ruido; las sirenas, los lloriqueos de los vecinos; el barullo de los curiosos; las pantallas al aire capturando el momento. Todavía siento el olor a quemado. El denso humo negro que se elevaba hacia el cielo casi bailoteando. Intento olvidar ese episodio de mi vida como muchos otros tantos. En ocasiones me gusta salir a caminar. En especial cuando siento la necesidad de dejarles algo de espacio a Mat y a Nad, para que puedan hacer sus cosas con tranquilidad. No ha de ser fácil tenerme de inquilino. Aunque no creo que yo sea alguien molesto.
Salgo por la puerta trasera y avanzo siguiendo la vieja cerca que delimita la propiedad. Casi siempre hago el mismo recorrido, pero jamás me aburre. Me gusta salir a caminar por los alrededores de la casa e internarme en el campo y la zona boscosa. Caminó más o menos durante veinte minutos y luego hay un punto en donde la cerca se detiene abruptamente, con los cables llenos de púas y óxido colgando del poste de madera. entonces, más adelante uno se topa con un pequeño sendero apenas visible entre la hierba. Al seguir ese pequeño sendero se llega de pronto a una zona bastante particular, en donde hay muchos pinos bastante juntos uno del otro, con las copas muy verdes y frondosas, y si uno se adentra y camina durante más o menos cinco minutos en línea recta, se llega a un pequeño claro entre los pinos y es ahí donde de pronto uno se topa con una vieja banca. Sí, una banca, como las que normalmente uno encuentra en los parques ¿Qué hace una banca ahí en medio de la nada? ¿Por qué la construirían ahí? Debe llevar mucho tiempo, pues a simple vista es obvio que ya está muy deteriorada, con la madera casi podrida, con restos de una pintura verde oscura que alguna vez la cubrió. Una parte casi se ha caído, con los clavos saliéndose por todos lados, pero otra parte aún se sostiene bien. Encontré esa vieja banca por casualidad casi al poco tiempo de llegar a casa de Mat. Le he preguntado acerca de ella, pero dice no haberla visto ni saber nada al respecto. Su excusa es que casi nunca sale de casa, lo cual es cierto. Nunca ha querido acompañarme al lugar. Dice no estar interesado.
Ese sitio, con esa vieja banca en medio de la nada se ha convertido en mi lugar favorito. Voy ahí con cierta regularidad. Me gusta llevar algunas golosinas: frituras, chocolates o viboritas de grenetina cubiertas de polvito ácido (mis favoritas) Me gusta sentarme con una lata de Dr. Pepper, mi refresco preferido. Pongo música en el celular y me gusta subir el volumen. Hay algo con el sonido cuando este choca y pasa entre los árboles. Una cierta sensación muy agradable. Me gusta pasar horas y horas ahí mirando hacia la oscuridad; hacia los troncos gruesos y oscuros y luego subir la vista y ver el cielo azul y las copas puntiagudas de los pinos dando forma a un cierto tipo de estrella amorfa de muchas puntas. Al menos así lo percibo. Aquellas últimas fechas yo había desarrollado una cierta obsesión por los temas Crown y Black Trip de Samael, del álbum Ceremony of Opposites, de 1994. Me gustaba ponerlas casi siempre al final de mi estancia en ese lugar, cuando ya se hacía de noche y la música se mezclaba con el canturreo de los grillos y los búhos. Al levantarme, acostumbró guardar mi basura en una bolsa de plástico pues jamás me ha gustado contaminar, y luego, en silencio vuelvo a casa.
Aquel día no fui hacía donde está la banca. Era una de esas ocasiones en las que me sentía extraño; ansioso. Deseoso de algo sin saber exactamente qué. Me encaminé al lado contrario, hacía la carretera y la fui siguiendo por el borde hasta llegar a una zona de matorrales secos ya muy en los límites del pueblo. Lo divisé de reojo. Una mancha de color café sobre el verde amarillento de los pastos. Era una forma grande y aunque seguí avanzando algo me hizo voltear y volver sobre mis pasos para verlo mejor. Al acercarme, vi recostado sobre la hierba a un perro. Era un Golden Retriever. Conozco la raza pues Andy Wilson, mi vecino, tenía uno. Lo recuerdo bien. Se llamaba Moe y según decía le puso ese nombre por un personaje de los Simpson. Cuando mi padre no estaba me escapaba a casa de Andy a ver TV y a tomar refresco, cosas que en mi hogar estaban prohibidas, pues en especial la televisión, según mi padre, solo traía malas influencias. Recuerdo que Moe nos miraba fijamente mientras reíamos a carcajadas con las caricaturas. Mi primera impresión era que el perro aquél estaba muerto. Tenía las patas estiradas y la cabeza retraída hacía abajo. Luego vi qué respiraba, pues su barriga se contraía, pero con lentitud, como si le costase respirar. Sus ojos estaban cerrados y pude ver qué traía puesto un collar. Era de color rojo oscuro, y estaba muy carcomido, dejando ver varios espacios cafés.
Quizás estaba enfermo o quizás solo tomaba una siesta. Mientras lo observaba abrió un ojo y lo clavó en mí. Su ojo era oscuro y parecía brillar ante la luz del sol de mediodía. Era un ojo vidrioso, acuoso. Di un paso hacia atrás pensando que se levantaría de golpe y se pondría agresivo. Pero no lo hizo. Siguió con el ojo abierto, mientras su pecho se tensaba. Algo le pasaba sin duda.
Recuerdo las miradas de sorpresa de Mat y Nad cuando me vieron entrar con aquel bulto en los brazos. Ambos estaban en lo que se suponía era la sala. Mat sobre el suelo de madera que acumulaba siglos de no ver una escoba. Nad recostada sobre el viejo sillón color café polvoso que rechinaba sonoramente al menor movimiento. Ella traía puesto un breve top azul eléctrico y una licra negra. Era obvio que ambos acababan de hacer algo. El olor a mariguana flotaba mezclado con el queso fundido barato que estaba esparcido sobre el tazón de Doritos.
–¿Y eso?– Preguntó Mat antes de echar una gruesa bocanada de humo.
–Lo encontré en el campo. Creo que está enfermo.
Lo deposité en el suelo sobre una toalla vieja y apestosa de color gris que encontré por entre las miles de cosas que mi primo dejaba olvidadas a su suerte por doquier. El animal no pesaba. A simple vista se veía que era viejo. No parecía estar herido. Quizás lo habían envenenado, como suele sucederle a muchos perros. O quizás padecía alguna enfermedad. También llamó mi atención que no sacara la lengua, como hacen normalmente los perros cuando algo malo les sucede. Esté en cambio permanecía quieto, y la única señal de que aún vivía era su pausada respiración y sus ojos que no paraban de mirar de un lado a otro.
–Eso no va a durar mucho– Dijo Mat.
Asentí, dándole la razón. Sentí un crujido en el estómago. Siempre he tenido mucha sensibilidad hacia los animales. A los perros en especial. Creo que mucho de eso se lo debo a Moe. Fue lo más cercano que tuve a una mascota y eso que no era mi perro. En mi casa los animales estaban prohibidos. Le puse cerca un tazón con agua y unas salchichas algo rancias que encontré en el refrigerador. Las miró durante un momento y luego, casi a rastras, se acercó al platito y devoró algunas.
–Bueno, es una buena señal eso, supongo– Dije.
Luego volvió a echarse y en un minuto ya dormía plácidamente.
IV
Mis pesadillas comenzaron esa misma noche que llevé al perro a casa.
La primera fue más bien un recuerdo de mi niñez, algo que en su momento me dejó muy marcado pero que los años fueron suavizando. Habíamos ido a una casa de campo la cual tenía una piscina. Era una de esas pocas y raras ocasiones en las que mi padre se comportaba más o menos como un padre y nos sacaba de paseo. Mat iba con nosotros. Recuerdo la piscina: un rectángulo color turquesa de bordes blancos. Y la casa era pequeña; hecha de adobe color café y de un solo piso. Mi madre debía estar preparando la comida. Mi padre no tenía idea de dónde podía estar, quizás dentro de la casa, pues odiaba asolearse. Mis hermanos y Mat nadaban. Yo estaba sentado en el borde de la piscina con los pies metidos en el agua contemplando el azul del piso que le daba el color al agua y entonces la vi: una libélula. Flotaba en el agua. Dando furiosos y veloces aleteos. Nunca me han gustado los insectos. Creo dentro de todo el reino animal son los únicos que aborrezco, eso y cierto tipo de peces y animales marinos que parecen sacados de un catálogo de pesadillas. Las arañas son mis peores enemigas. Creo solo respeto a las mariposas, y eso porque son bonitas. Cerca de mi encuentro una rama. La usó para sacar al animal del agua. No quiero salvarla, quiero matarla. Admito que tenía cierto placer al aniquilar insectos. No tardé en encontrar una varilla de metal, muy cerca de allí. Había depositado a la libélula sobre el suelo de adoquines blancos. Sostuve la varilla de metal, llenándome las manos con el óxido. El insecto estaba boca arriba, agitando sus alas que debían pesar a causa de la humedad. Entonces le puse la varilla encima. Y presioné. La idea era aplastarla. No lo hice con mucha fuerza. Más bien lo hice de forma lenta. Primero presionando, despacio un par de veces y luego fuerte. Entonces vi el rostro del insecto. Nunca había prestado gran atención a la cabeza de una libélula. Solo sabía que tenían grandes ojos. Aquella era de un verde color manzana, casi brillante, con la punta de la cola en azul. Debí acercar mucho mi cara para verla más de cerca. Y fue así como la vi abriendo su boca. La abría. Era como si gritara. Su boca me pareció casi humana. La abrió mucho. Quizás sí gritó de dolor, pero no pude escucharla ¿O si escuché algo? Creo que arrojé la varilla y me eché a correr. Me fui hacía el campo, no muy lejos de allí. Me sentía muy asustado. Tardé mucho rato en volver a acercarme a la piscina y cuando por fin lo hice la libélula ya no estaba allí. La imagen de ella abriendo su boca me aterró. Duré mucho tiempo perturbado. Jamás volví a ver a las libélulas igual.
La segunda pesadilla fue peor.
Yo estaba en un lugar. Era como una habitación, pero muy grande, debía de serlo. Estaba muy oscuro o las paredes debían de ser color negro o un gris muy oscuro. Y había algo ahí: un monstruo. Trataré de describirlo lo mejor que pueda: era enorme. Era como una especie de Xenomorfo, esa horrible criatura espacial del universo de Alien. Si nunca he visto ninguna de esas películas no es porque el monstruo me dé miedo, sino porque me parece de lo más asqueroso y repulsivo. Mi estómago no lo soporta. Éste monstruo de mi sueño era similar a él. Salvo el tamaño. Era grande como el T. Rex de Jurassic Park, y podría decirse que era una fusión de ambos. Las patas traseras y las delanteras eran como las de ese famoso dinosaurio, más el resto del cuerpo era el de un Alien. Era completamente negro. La cabeza y el torso estaban unidos, sin un cuello visible, como un pez o quizás como un tiburón. La única diferencia con el Xenomorfo era que este ser tenía ojos. Y eran muy similares a los de un humano; círculos de un blanco impoluto trazado de líneas rojas, y una pupila oscura. La cabeza era de forma redondeada y de ella se abría una boca, que si bien no era demasiado grande exhibía unos largos colmillos blancos. A lo largo del cuerpo hay una línea segmentada; es como las branquias de un tiburón y se siguen a lo largo hasta casi llegar al final de la cola, la cual termina en una suerte de aleta que justo en la punta lucía varias afiladas púas. La piel era de color negro, un negro brillante, pero sin ningún tipo de escamas. La consistencia de esa piel recuerda a la de una orca. Es muy negra y brillante. Yo veo al monstruo, pero él no me ve, o quizás le soy indiferente pues de otra manera supongo me atacaría. Está ahí. No avanza, pero se mueve. Pensaría que es un animatrónico, como los de los parques interactivos, de no ser por la saliva que chorrea de su boca cada vez que la abre. No parece emitir ningún sonido, o yo no lo escucho, o no recuerdo haberlo escuchado. Estoy aterrado al ver a esa criatura, pero más que eso, estoy asqueado. Siento asco de verlo. Mi vista recorre cada parte de su fisonomía, sus largas patas, sus manos cortas pero que terminan en tres dedos afilados. Su cola, su torso largo y segmentado. Puedo sentir las arcadas. Siento un burbujeo en mi garganta. Puedo sentir el sabor de la bilis que sube por mi garganta. Siento los espasmos de mi esófago. Quiero vomitar. Al despertar sigo sintiendo el mismo asco y estoy lleno de sudor.
Al día siguiente salgo a la sala y me sorprendo al ver al perro de pie. Imaginaba que lo encontraría muerto, pero no fue así. Bebe ruidosamente del balde que puse cerca de él. Nota mi presencia y alza la cabeza. Sus ojos son dos puntos oscuros que se posan en mí. De ahí continúa bebiendo y luego se aleja a merodear por la sala. Los días subsecuentes se vuelven un vaivén de sonidos y olores nuevos. Escuchó su caminar haciendo resonar sus patitas sobre el suelo de madera. Yo suelo trabajar en una vieja mesita de madera, con las horas caminando mientras mi vista permanece clavada en la laptop y el eterno click de mi viejo mouse azul metálico. El nuevo inquilino suele acercarse de vez en cuando. Hay algo en su mirada. Una mezcla de curiosidad, tristeza y algo que yo asumo sería gratitud. De todos modos, soy su salvador, por así decirlo. Suele observarme durante un prolongado rato hasta que finalmente se echa desparramando su pesado cuerpo con su largo pelaje entre pardo o anaranjado (que bajo cierta luz se volvía extrañamente rojizo) convirtiéndose en una suerte de alfombra peluda. El aire se llenaba de su olor: tierra, humedad, suciedad, orina, saliva y aliento perruno. En ocasiones solía subir una pata sobre mi pierna como queriendo llamar mi atención. Entonces yo lo acariciaba y le preguntaba si todo estaba bien. Por supuesto no recibía respuesta alguna, o al menos ninguna verbal, pues con sus ojos brillantes parecía querer decirme algo, pero era incapaz de interpretarlo.
V
–¿Y cómo piensan llamarlo?
Había pasado más o menos una semana desde la llegada del perro. No lo dijimos abiertamente, pero todos asimilamos que moriría rápidamente, dado el estado en el que lo encontré. Sin embargo, eso no sucedió pues tuvo una repentina mejoría. De pronto era una suerte de ente animal que rondaba cada espacio y lugar de la casa, haciendo sonar sus patas y olisqueando aquí y allá y merodeando en busca de comida o cosas a las cuales observar o con las cuales juguetear. No resultaba molesto. No ladraba (de hecho, jamás lo escuché ladrar) ni hacía escándalo alguno. Mat, que en un principio se mostró un tanto distante con él, pues parecía mirarlo como una suerte de bicho invasor, hasta que de pronto ambos se mostraron simpatía mutua y luego se lo veía acariciándolo y arrojando salchichas o cualquier otra cosa comestible en su hocico. Lo seguía a todas partes y mientras Mat reposaba sobre el viejo sillón con la vista clavada en su teléfono, el perro hacía lo propio justo a su lado.
Aquella pregunta había venido de Nad. Si bien ella en cierta forma era una tercera habitante de la casa pues pasaba ahí gran parte del tiempo, actuaba como si no fuese parte de ese entorno y como si más bien fuese una invitada. Siempre que había alguna referencia a algún asunto del hogar ella solía decir “ustedes” aún y cuando ella estuviese implicada en el asunto. El perro en ocasiones se acercaba a ella; la miraba, la olfateaba brevemente, para luego retirarse. Ella hacía lo mismo, lo ignoraba y no parecía realmente interesada en él. Y es que en realidad ella era así con todo; fuera de su relación con mi primo y su vida sexual el resto del mundo parecía flotar a la deriva para ella. No es que fuese mala, simplemente era distante, simpática pero distante.
–Propongo llamarlo Archer– dije al fin.
Se me ocurrió ese nombre ya que muy cerca de donde lo encontré había un señalamiento al lado de la carretera que decía: Archer. 120 km. Archer es un pequeño poblado de escasos habitantes. Yo lo llamaría más bien una ranchería. Con la mayoría de sus habitantes ya ancianos. Casas vetustas hechas de madera. Corrales y caballerías casi vacías. Cuando uno pasa por ahí apenas logra vislumbrar a viejos perros que ladran y rostros envejecidos que se asoman. No es un lugar interesante ni bonito. Aun así, pensé que era un buen nombre para el perro. Y así, una vez bautizado, Archer se convirtió en un inquilino más. Siempre husmeando y olisqueando de una habitación a otra. Otra cosa que fui notando de Archer fue su negativa de salir de la casa. A veces cuando la puerta estaba abierta se asomaba y miraba durante un buen rato hacía las afueras sin moverse ni hacer ningún tipo de sonido. En algún momento intenté que me acompañara a dar una caminata o simplemente salir al jardín a tomar algo de sol, pero se negaba. Incluso una vez intenté jalarlo de su collar y llevarlo hacia fuera, pero comenzó a chillar como un mocoso a punto de ser azotado y decidí dejarlo en paz. Era algo raro.
También no dejaba de pensar en el collar que traía puesto. Era una muestra de que Archer debió haberle pertenecido a alguien. Quizás tuvo otra casa, otro dueño, otra familia. Alguien más que lo cuido, o quizás no del todo. Me puse a revisar el collar y pude notar que traía varias marcas de mordidas. Quizás estuvo con otros perros. Quizás jugaban con él o lo maltrataban. Quizás escapó y ya no pudo, o ya no quiso volver a dónde pertenecía. Nunca le quitamos aquél viejo collar.
Fin de la Primera Parte.
SOBRE EL AUTOR:
Ricardo Kaiser. Originario de Saltillo, Coahuila, nacido en 1987. Amante de las historias desde muy pequeño, siempre se le ha dado el crearlas, su amor por los libros surgió a muy temprana edad. No tiene una formación para la escritura, pero sí una imaginación muy desbordante. Todavía no ha tenido la oportunidad de publicar un libro, esta tal vez sea su primera publicación. (Aparte de un par de relatos que publicó en una página de Facebook que hizo llamada: Frío Nocturno). Su Facebook es Ricardo Kaiser.