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A su merced

Redacción U por Redacción U
junio 14, 2025
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Autor: Milka Ruedlinger

El aire se siente diferente, denso, lleno de humedad que cuela en mis pulmones. Respiro hondo y un pinchazo en las costillas detiene en seco mi caminar. Es casi imperceptible, pero mi intuición me pide que corra. Maldito Marcos por no estar hoy.


Todos los años eran iguales. Una vez llegado el tiempo en que las hojas se desteñían para caer muertas, el ambiente cambiaba. Las aves cantaban los malos augurios y los animales nerviosos se escondían antes que el sol desapareciera en el horizonte. Y nosotros que debíamos enfrentarnos a aquella criatura o presencia que nadie había visto, éramos los que más peligro corríamos.  Mañana era mi turno. Nos repartíamos el mes completo para que a ninguno le tocase ir dos veces a la semana. Era la única ventaja de tener tantos hermanos.


Justo hoy mi hermano no está.


Respiro profundo y doy vueltas por la casa buscando cualquier excusa que pueda retrasar mi partida el mayor tiempo posible. Sin embargo, escucho los gritos de mi madre a lo lejos y sé que debo salir, sino mi destino será sellado por ella. Como un animal a punto de ser cazado, dejo que mi cuerpo nervioso se apodere de mí. Los pelos de mis brazos se alzan cual alarmas ante el peligro y, mis piernas listas para salir corriendo solo esperan mi señal.
Con gran meticulosidad reviso que el traje que llevo puesto no tenga ningún agujero por el cual el enemigo pueda alcanzarme. Ni siquiera sé qué o quién es el enemigo. No sé con seguridad que podría pasarme si no lo llevo puesto, pero mi madre en un estado de histeria a gritos nos recuerda constante que no debemos desobedecerla. Recojo el bote de madera que yace en la puerta, debe volver lleno, si no, el viaje será un desperdicio.


La distancia entre mi hogar y aquel destino no es de más de cinco metros. Sin embargo, al salir mis pies inquietos transforman sus pasos en unos lentos y cortos. Mi mente confundida me miente haciéndome creer que el pasillo que debo cruzar es casi infinito y que no llegaré tan pronto a mi destino.
Mientras recorro aquel camino miro a mi lado como las plantas de ortiga intentan frenar mi paso. Se restriegan en mí y me pinchan en un intento desesperado de detener mi destino. La comezón que dejan en mí hace que el mensaje sea claro. No vayas. Volveré les digo, no será la última vez. No sé si me creo mis palabras.


De pronto, me encuentro frente a la puerta que lleva a la calamidad. No parece que pudiera ver nada extraño al otro lado, solo es una puerta de madera vieja a la que le faltan partes, su marco está podrido y la pintura desgastada. Nada que pueda infundir alguna clase de temor, es al otro lado que todo cambia.
Al inhalar intento guardar la mayor cantidad de aire en mis pulmones y abro la puerta. No hay nada, ni un sonido dentro de aquel lugar, la oscuridad reina perpetua, soy una invasora.

Prendo la linterna que llevo en la cabeza, es la única forma de lograr llegar hasta mi objetivo. Al dar el primer paso no hay vuelta atrás.
El aire cambia en tanto mis pies cruzan el umbral. Un olor a humedad mezclado con aserrín mojado provoca malestar en mi nariz. El espacio es pequeño, y está cubierto de pedazos de madera, una sustancia viscosa que no puedo descifrar y polvo. Estoy en territorio ajeno.


Cientos de ojos se posan en mí, no puedo descifrar a qué presencia pertenecen, pero sé que quieren que les devuelva la mirada. Un frío gélido recorre mi cuerpo y temblores involuntarios entorpecen mi caminar. Todavía falta. Me queda un umbral que cruzar. Por un momento pienso que no lo lograré. Las miradas se acercan y empiezo a darme cuenta de que estoy siendo aprisionada por ellos. ¿Ellos? ¿Eso?  No comprendo su naturaleza.
Solo esperan un error para abalanzarse sobre su presa.


Solo hay una regla. No mirar hacia los lados. Mamá siempre fue muy estricta con eso. Desde que cumplíamos edad suficiente para realizar la incursión, nos inculcaba que la única forma de que volviésemos a casa era si no mirábamos a nuestro alrededor. Recuerdo haberle preguntado muchas veces ¿Por qué? ¿Que había ahí? Y lo más importante ¿Por qué teníamos que arriesgarnos a ir? La respuesta era siempre la misma. Es una tradición, si no vamos, aquel adefesio o adefesios que habitan el lugar vendrán por nosotros. Es nuestra manera de mantenerlos a raya. No le dábamos nada, solo nos inmiscuíamos en su terreno y lo alterábamos ¿Qué era lo que conseguía a cambio? ¿Miedo?


Vuelvo a respirar profundo, mi pecho se contrae y el aire que circula en mis pulmones sale abruptamente. Otro pinchazo en las costillas. El olor cambia entre más me acerco al umbral, puedo percibir olor a materia orgánica podrida, sangre seca y desesperación. Un olor que se cuela en mi nariz y oxigena mi cuerpo entregando adrenalina para que escape.


No puedo irme. La única vez que uno de nosotros intento escapar, jamás le volvimos a ver. Trago saliva, poso mi mano temblorosa en la manilla, no puedo girar el tabique. Los temblores cada vez más violentos pasan al resto de mi cuerpo y como si no hubiese más que hacer, me abrazo. Me abrazo intentando darle calma a mi ser para terminar con aquella tortura. Pateo el tacho de madera en un intento desesperado de darme valentía. Respiro profundo. Mis oídos captan como sus patas crepitan por las paredes al otro lado del umbral.


Unos pequeños chirridos que asemejan risas maléficas duelen en mis oídos y por instinto me los tapo para alejarlos de mi mente. Mis piernas me fallan y caigo con todo el peso de mi cuerpo sobre mis rodillas. Un grito ahogado escapa de mí y las risas al otro lado se intensifican. Están dentro de mi mente, no los puedo echar. No quiero entrar, los escalofríos en mi espalda me dan señales de que algo se acerca, me acecha y mientras más me demore en entrar más peligro corre mi existencia. Giro la manilla y tiro con fuerza la puerta. Suspiro, y con el tacho entre mis brazos entro a ciegas a aquel lugar. No debes mirar a tu alrededor me repito una y otra vez. Es complejo no mirar a aquello que intenta aterrarte y enloquecerte. Mi objetivo está a solo unos pasos, pero mis pies se han encontrado con la parálisis. Basta, les grito, muévanse. Una respiración violenta se asienta en mi nuca, y algo que se asemeja a una extremidad se posa en mis hombros.

Por intuición mis hombros se encogen en un intento fallido de alejarlo y por el rabillo de mis ojos puedo percibir formas y cuerpos que mi mente no reconoce, con pelo en todas partes, cientos de ojos que no pestañean. Solo miran fijamente. Quieren apoderarse de mi ser. Por un momento creo ver a Mari quien desapareció en su primera excursión. Tenía solo diez años. Sacudo mi cabeza en un intento por recobrar la cordura, es imposible que sea ella, pero siento su mirada, su cálida mirada de niña. Deseo mirar y poder comprobar lo que sucede, pero si lo hago, puede que no vuelva a casa. Quédate, entrega tu rostro. No te vayas hermana.

Mari, su voz penetra en mi cabeza de tal manera que necesito agitarla para que se vaya. No puede ser ella. El dolor en mis sienes aumenta y no sé cómo lograr mantenerme consciente.


Sigo mi camino, debo ignorar mi entorno. Enfoco mi mirada en el piso, que no es más que tierra llena de astillas y aserrín, nada que me pudiera distraer del crepitar ni de las voces que se intentan colar en mí.


Le di mi rostro. Entrega el tuyo. No doy cabida a lo que escucho. Será mi imaginación que en un intento desesperado se ha inventado una narrativa que explique todo lo que estoy presenciando. Tantas preguntas que no encontrarán respuesta. Debo salir lo antes posible de aquí. Por una de las maderas que componen la pared entra un halo de luz que indica que el sol está descendiendo. No entiendo cómo es posible, si cuando llegué, el sol resplandecía
majestuoso en el punto más alto del cielo. Y ahora se iba, dejándome a merced de la noche y lo que sea la presencia que habita este lugar.
Una sacudida violenta me saca de mis pensamientos y me avienta al piso. No comprendo lo que ocurre hasta que puedo percibir como por mi espalda caminan unas patas que hacen presión con cada intento de librarme de ella. Llega hasta mi cuello en el cual deja caer una sustancia viscosa por mis oídos y hacia mi boca. Mi estómago se contrae y las arcadas se abren paso en mi pecho. Un pequeño susurro en mi oído me paraliza y no sé qué hacer. Si veo a mi alrededor para intentar zafarme no creo que vuelva a mi hogar, pero si me quedo, solo seré una presa fácil.


Confiando en mis sentidos cierro los ojos y a tientas consigo levantarme para que aquel esperpento en mi espalda caiga. No te vayas. Esa maldita voz. Mis manos reconocen mi objetivo frente a mí y con rapidez lleno el bote de madera. Me giro confiando en que mis pies recordarán el camino de vuelta y comienzo a andar. Entrega tu rostro. No entiendo que quiere decir la voz, pero no hará que mire, sé que no es Mari. A tientas toco la primera puerta que me sacará de esta pesadilla. No encuentro la manilla, pero no tengo tiempo para buscar, me siguen, me aprisionan, por lo que la pateo con todas mis fuerzas y con el bote de madera me abalanzo sobre ella. En un crujir se rompe y me abre paso para correr. La otra puerta está más cerca, pero algo me impide abrir mis ojos,
sangre, mucha sangre corre por mi cabeza hacia mi rostro, puedo aspirar y saborearla, es tanta que se desplaza con rapidez por todo mi cuerpo.


Siento como mi conciencia comienza a abandonarme justo en el momento en que me topo con la manilla de la puerta, al girarla sería libre. La puerta se abre con una lentitud que parece irreal y mi desesperación aumenta con cada segundo. Una vez que puedo visualizar la salida, mi corazón se calma y genera en mí una incógnita que deseo resolver. Ver la cara de aquella aberración que nos atormentaba un mes al año. Dejo el bote de madera en el suelo y me giro con la intención de al cerrar la puerta ver de reojo a lo que me imaginaba era un monstruo de miles de patas, con ojos bizcos que todo lo veían, peludo y por sobre todo lleno de algún líquido que exudaba de su cuerpo. Sin embargo, al momento de girar mis ojos no captan nada de lo que mi imaginación había
creado, sino que observo un rostro de tez suave que asemeja a la porcelana, con ojos llenos de tristeza y una sonrisa marchita. Tiene las mejillas rojas y sus orejas las tapa una hermosa cabellera rizada. Su cuerpo en cambio asemeja a un arácnido, solo su rostro era bello.


No te vayas hermana. Perdóname, Mari. No debí dejar que mamá te enviara.

Sobre el autor: Milka Ruedlinger Catril (Coronel, Chile) traductora de oficio. Ha publicado diversos relatos en antologías tanto de Chile como de otros países latinoamericanos. Trabaja como tallerista en colegios fomentando la lectura y la escritura en niños y jóvenes. En estos momentos se encuentra terminando su primera novela de terror que espera pueda ser publicada prontamente. La pueden seguir en su Instagram: @Milkis

Etiquetas: Historias de terrorLiteratura
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