Autor: César Bañuelos
No siempre les tuve miedo. Crecí en un ejido, allí había muchos y nunca tuve problemas con ellos. Ahora no puedo cruzarme con uno sin que me tiemblen las piernas y me falte el aire. Con decirle que ya van dos veces que termino desmayada.
¿Desde cuándo?… El miedo empezó poquito después de la balacera del 17 de octubre. Yo trabajaba de promotora, curiosamente, para una marca de croquetas para perros. Me pasaba los días de tienda en tienda, acomodando anaqueles, checando caducidades y faltantes de la marca. Ese jueves, para mi mala suerte, atendí un súper mercado que está justo enfrente de donde fue la balacera. Llegué a las ocho de la mañana, calculaba checar todo y salir de ahí a más tardar en media hora. Mi intención era no durar mucho en ninguna tienda, pues tenía cólicos y quería acabar el día lo más temprano posible. Pero resultó que había llegado mercancía de mi marca a la bodega y la encargada de área me puso a llenar todos los estantes del pasillo hasta el tope. La verdad, no urgía, pero hay gente a la que no le pueden dar ni tantita autoridad sobre los demás porque ¡luego, luego! se ponen a estar fregando al prójimo.
Acabé por ahí de la una de la tarde. Estaba toda sudada y la cabeza me punzaba al mismo tiempo que el vientre. Salí por la puerta de empleados y rodeé toda la tienda, bajo el rayazo del sol, para entrar por la puerta principal y comprarme un suero. Le dejé encargada mi mochila al guardia de la entrada, porque no traía monedas para guardarla en los lockets.
Estaba pagando en la caja, cuando se escucharon los primeros balazos: se oían muy graves y fuertes, como si estuviera tronando un transformador de la luz, pienso que nadie imaginó que fueran balas. Iba en dirección a la puerta, tomándome el suero, cuando vi a un soldado que hacía señas y le gritaba a la gente que se metieran a la tienda. Sonó un cañonazo y la cabeza le tronó como una sandía. Di media vuelta y corrí para dentro. Terminé en el pasillo de las croquetas. ¿Por qué ahí?… creo que, porque conocía el camino de memoria. La verdad no lo pensé, sólo quería esconderme. Todavía me dan calosfríos cuando me acuerdo, nunca había visto a un muerto. Era un muchacho, quizás más joven que yo, y de una Pum: la cabeza desparramada en la banqueta y el casco ¡dios sepa dónde!
Sonó una alarma y una mujer habló por las bocinas del súper. Dijo que por protocolos de seguridad las puertas quedarían cerradas. Y que, tanto empleados como clientes, se mantendrían en resguardo en el área de bodega. Parecía una película, yo ni sabía que existiera un protocolo de seguridad en esas tiendas. La gente corría entre los pasillos. No podía moverme, la piel me hormigueaba y sentía el corazón botando en mi garganta. Cada que pensaba en ir a la bodega, como dijeron por la bocina, veía al soldado tirado en el suelo con la sangre saliéndole a chorros desde el pedazo de mandíbula que le quedaba por cara; sentía que, si me movía, aunque fuera un poco, iban a volarme la cabeza también.
La encargada de área me encontró sentada en el piso, abrazada de mis piernas. Debió de haberme visto muy mal porque, en vez de dirigirse a mí con su modito mandón y pedante de siempre, dijo con voz medio preocupada “vámonos mija”, y me llevó hasta la bodega agarrada del brazo como si yo fuera una niña. Le pregunté cuánto tiempo estaríamos encerrados y ella contestó que nadie sabía, que la orden de cerrar les había llegado a todos los súper mercados de la ciudad por parte de protección civil.
La bodega del súper no era muy grande, sólo servía para recibir mercancía en lo que la desempacaban y acomodaban en la tienda. Y eso se hacía a más tardar en tres días. No veía tanta gente echa bola entre cuatro paredes desde la secundaria, creo que, entre empleados y clientes, éramos unos cien. Lo bueno es que había aire acondicionado, si no hubiera sido imposible aguantar ahí encerrados.
Yo estaba muy incómoda, tenía la toalla toda mojada y podía oler mi sudor mezclado con el hedor de mi sangre, me daba mucha vergüenza que los demás también lo olieran. Lo bueno fue que todo mundo estaba muy ocupado revisando sus celulares y haciendo llamadas, parecían no darse cuenta de mi peste. En las redes aparecieron publicaciones de gente armada y camiones quemados, decían que habían agarrado al hijo de un pesado y que todo ese relajo era para que lo liberaran. Usted sabe que aquí siempre hay balaceras, levantados y esas cosas, pero nunca así.
No, a mí nadie me procuró para saber cómo estaba. En aquellos días vivía sola y desde tiempo atrás que no tengo contacto con mi familia. Soy una de cinco hermanos: tres mujeres y dos hombres. Pero, digamos que mi madre se encargó de tenernos siempre unos contra otros, al grado que ninguno nos dirigimos la palabra y mucho menos a mi madre. A mi papá no lo recuerdo, murió cuando yo estaba muy chiquita. Al padre de mi hija lo conocí mucho después. Sí, va a ser niña, nace para finales de diciembre. No, no estamos casados. Bueno, él sí… todavía anda con lo del papeleo del divorcio.
Se nos hizo de noche y todo seguía igual: se escuchaban balazos cada tanto, en las redes decían que los narcos habían sitiado el cuartel y que tenían amenazadas a las familias de los soldados. El personal del súper repartió sándwiches y botellas de agua a todos, también nos dieron mantas para dormir: de las mismas que tenían a la venta. A mí nomás se me pasó el susto y me regresaron los cólicos ¡bien fuertes! Ya no aguantaba la toalla de lo sucia que estaba. Busqué al guardia de la entrada para ver si de suerte tenía mi mochila, pues ahí guardaba más toallas. Lo encontré en la puerta que daba a la tienda, él dijo que la mochila estaba en los estantes de “Servicio a clientes” a un lado de la entrada, pero que tenía prohibido entrar a la tienda o dejar pasar a alguien. Con toda la vergüenza del mundo, le expliqué mi urgencia y, por más que le rogué, no me dejó pasar.
Me quedé en un rincón cerca de la puerta, lo más alejada que pude del resto de la gente. Pasó como media hora cuando una doña llegó a la puerta, llore y llore, gritando una palabra en dialecto y empujando al guardia para meterse a la tienda. Era una oaxaquita que vendía nopales afuera del súper. Sé que hablaba español, pues en más de una ocasión le compré nopales, pero estaba toda trabada, gritando y aruñando como loca. Otro guardia llegó a ayudar al de la puerta y entre los dos se llevaron arrastrando a la señora, que no dejaba de gritar y sacudirse. No la pensé dos veces y me metí rápido a la tienda.
Habían apagado la luz principal, nomás estaba iluminado por las lámparas de emergencia, como cuando se va la electricidad. El súper se veía muy tétrico con tantos adornos de Halloween por todos lados. Corrí hasta la entrada sin mirar alrededor, sentía que, si volteaba, algo me brincaría encima. Siempre he sido muy miedosa para esas cosas, con decirle que no veo películas de terror, porque duro varias noches con pesadillas.
Aunque había más mochilas en “Servicio al cliente” y estaba medio a oscuras, no batallé para encontrar la mía; era la única de la Minnie Mouse. Desde ahí alcancé a ver por las rejillas de las cortinas de fierro, a un carro de soldados atravesado en el boulevard a una cuadra de distancia. La ventilación no estaba encendida en la tienda. Ya no soporté mi olor y la picazón de la toalla. Entré a los baños de la parte de enfrente para cambiarme. Cuando andaba en mis días, a parte de las toallas sanitarias y desodorante, siempre cargaba un calzón extra en la mochila ¡por si acaso!
El baño apestaba a orina, se notaba que ese día no lo habían limpiado porque los contenedores de basura estaban llenos de papel. Me cambié rápido, aguantando la respiración lo más que pude y me rocié toda de desodorante. Varias ráfagas retumbaron entre las paredes de los baños, como si estuvieran tirando bala en la pura puerta. Me quedé congelada frente al espejo. Deseaba que todo eso terminara de una buena vez, quería estar en mi casa, hecha bolita en la cama, tapada con la cobija y el aire acondicionado ¡bien helado!… sin miedo a escuchar más balazos.
Ya que se me pasó el susto, regresé a la bodega por el pasillo de lácteos y carnes, para sacarle la vuelta a los adornos de Halloween; no quería volver a correr y terminar toda sudada. Pero resultó peor, porque ahí sólo iluminaba la luz de los refrigeradores. Tenía la sensación de que alguien me observaba, como cuando de niña iba por agua a la cocina a medianoche. Estaba a punto de salir corriendo de nuevo, cuando vi la puerta de un refrigerador abierta del otro lado del pasillo. Una tarima de charolas de huevo tapaba la vista de la parte de abajo del refri, pero arriba estaba surtido de yogures para niños. No sé por qué fui a cerrar la puerta. Rodeé la tarima y ahí me lo encontré: era un perro amarillo, igual de grande que un San Bernardo, estaba de espaldas con la cabeza gacha, masticando algo. El pasillo comenzó a apestar a huevo podrido, como si todas las carteras de huevos se hubieran echado a perder. Pensé que el perro se había metido al súper asustado por los balazos antes de que bajaran las cortinas y se topó con un refrigerador medio abierto.
Me pareció gracioso que, entre todo ese desmadre, un pobre perro hubiera sacado provecho. Se me borró la sonrisa cuando escuché que algo tronaba entre sus mandíbulas como si estuviera triturando huesos. Un cosquilleo helado se escurrió por mis piernas. El perro volteó y vi cómo se engullía el bocado como una gaviota, con el hocico todo manchado de sangre. Su cara era muy rara, como si fuera la cara de una persona mezclada con la de un perro y, al mismo tiempo, como una mancha borrosa. Después el aire se espesó, el perro se fue por el pasillo jalando un bulto con el hocico, y ya no pude respirar.
Me encontraron en la mañana, tirada a un lado de los refrigeradores. Los del súper mercado dijeron que en los videos de seguridad no aparecía ningún perro. Después de eso, duré varias noches sin poder dormir bien. Apenas cerraba los ojos y veía al soldado muerto, al perro tragando y a la oaxaquita repitiendo la misma palabra. Lo extraño era que, entre más soñaba, más captaba detalles. El miedo en los ojos del soldado antes de morir, la palabra exacta que repetía la doña entre lloriqueos y lo que se tragaba el perro con el hocico manchado de sangre: era una mano pequeña, de piel morena y uñas sucias.
Una vez desperté, temblando como si tuviera fiebre, repitiendo lo que decía esa mujer, creo que me lo aprendí de tanto soñarla; “Konetl, konetl, konetl”. Cuando googleé la palabra para ver lo que significaba, entendí por qué lloraba la oaxaquita. Hasta ese momento no había pensado en el niño que corría alrededor de ella mientras estaba en la vendimia, afuera del súper mercado. Desde entonces le tengo mucho miedo a los perros, más ahora que seré madre.
Sobre el autor: César Bañuelos es un médico veterinario, egresado de la Universidad Autónoma de Sinaloa. En el ámbito literario, publicó a inicios del 2024, su primer libro de cuentos de terror “Paraíso Mórbido” con el sello editorial Alas de cuervo y ha participado en las antologías de cuentos de terror: “Las fauces del olvido”, “Mentes corroídas”, “Miscelánea de atrocidades” y “La noche del cuervo” con el Grupo editorial Letras Negras. Seleccionado en la Convocatoria Internacional Literaria “El Futuro en 100 Palabras” de la Universidad Iberoamericana de León, mención honorífica en el Segundo concurso internacional de cuento de terror de Alas de cuervo y ganador del Segundo Festival del Horror en las Artes del Instituto Sinaloense de Cultura.
Un gran cuento Doctor. Terrorífico relato