Autora: Valeria E. Zeta
Recuerdo bien el bullicio, las interminables voces que se mezclaban con la acalorada sensación del aglomeramiento, el estruendo de los trenes, abriendo puertas, cerrándolas, yendo, viniendo, rechinando y luego perderse en el negro absoluto de los túneles.
Seguía a pasos apresurados a Diane, una linda chica de cabello frondoso, alborotado y extremadamente rizado, tan oscuro como los pasajes del subterráneo y de sonrisa ligera. Fue una suerte que me haya escuchado solicitar a un guardia las indicaciones hacia la estación Pensilvania y sin inmutarse ni detener su paso, soltara un sutil “sígame, voy hacia allá”.
Creo que la confianza para decirle a un hombre extraño que la siguiera, la obtuvo del alzacuello. En Jamaica bajó del vagón y de vuelta sin detenerse soltó con su sonrisa ligera un “suerte, padre”. Yo sabía que la necesitaría.
El tumulto creció en el transbordo, el aglomeramiento jugaba a las vencidas con mi preocupación por tomar la ruta correcta, para ver quién era más poderoso. No había tiempo de extravíos, pues el vicario que me asistirá al llegar a la pensión ya me esperaba. Vendedores, policías, transeúntes, todos tenían idiomas, acentos e indicaciones diferentes, así que me detuve a preguntar a quién debí de haberlo hecho en primer lugar.
–Señor, ¿debo estar aquí? Llévame a donde deba cumplir tu misión— dije para mis adentros en un suspiro y las voces alrededor se callaron. Frente a mí, un brillante número tres sobre un vagón con dirección a Penn Station, en Chelsea. La labor acababa de comenzar y yo era consciente de las consecuencias de haber abierto comunicación, aunque fuese con el Padre.
Unas tremendas náuseas, el vapor in crescendo y el zumbido en mis oídos eran mis compañeros hasta la bendita estación cerca de la Octava Avenida. Era una extraña primavera en la ciudad de Nueva York, una onda cálida me había recibido. No me sentía bien, así que no tuve más remedio que quitarme la bufanda del cuello. Solo le tomó un par de segundo al ambiente, tornarse en otro sitio, dar paso a un silencio sepulcral, solo con desprender mi mirada del frente bastó y el mareo posterior me confirmó lo que me temía. Ella estaba aquí.
–Desgraciado hijo de puta, cobarde, ¡sodomita! Vosotros clamáis el nombre del cordero y no sois parte del rebaño. No pudisteis consagrar el alma, ni la carne, ¡bastardo! El hombre que os trajo en carne ha de pagar vuestra condena. ¿Quién sois para usar al Verbo ante mí?
Ese rostro infantil, entre docenas de voces escalofriantes y ojos de serpiente, se volvía a colar en mi cabeza, me faltaba el aire y al abrir los ojos, ella. Una mujer de ropaje y velo negro, a veces vieja, a veces joven, pero siempre de cabellera blanca y una mirada aterradora, pese a sus cuencas vacías, llorando. La plañidera murmuraba entre gemidos y risas burlonas, cosas ininteligibles, pero no fue hasta hoy que descubrí de dónde venía el sonido.
Un agente de la NYPD me sacó del trance. Con autoridad, pero sin quitar la vista de mi garganta, me preguntó si todo se encontraba bien.
–Padre, discúlpeme, pero está asustando a la gente. ¿Se encuentra bien? Sus ojos estaban en blanco y murmuraba cosas–dijo mientras se persignaba.–No sonaba a algo cristiano.
Era gracioso que las personas se dirigieran a mí con tanto respeto, incluso cuando bien podría tener la edad de sus hijos.
–Gracias, oficial. Dios le cuide.
Le agradecí, no por haberme insinuado cortésmente que abandonara el subterráneo, sino por haberme explicado el verdadero origen del murmullo que llevaban semanas atormentándome junto a esa visión.
Cervantes ya se encontraba en la pensión de la calle 30. A pesar de contar con más de cinco años formando parte de las comisiones de investigación de la Santa Sede, seguía sin tomar los votos y manteniéndome al margen de protocolos y etiquetas para dirigirme a los clérigos. Por supuesto, no era tan descarado como para no marcar los límites antes de ser tomado por algo que no soy; sin embargo, de Argumosa insistía en que portara “el uniforme”. Mi mentor se colaba en mis pensamientos y esa visión era definitivamente más relajante para este día tan tenso. Él me había propuesto para este ministerio y por supuesto, advertido al vicario sobre mí.
–¿¡Padre Poletti!?
–Santiago está bien.
–¡Gracias a nuestro Señor llegó! Comenzaba a ponerme nervioso el retraso. Es común que esto suceda ante casos como estos.
–¿El retraso?
Cervantes me miró fijamente, juicioso. Se quedó en silencio unos segundos y cambió el tema.
–Lamento no haberle encontrado un lugar decoroso, pero bajo su petición de no pasar su estancia en la arquidiócesis y la prisa, esto fue lo único que pudimos encontrar. El administrador me pidió informarle que solo usted y una mujer mayor serán los huéspedes, además de dos situaciones importantes; el elevador es muy antiguo, podría no funcionar y las luces de los pasillos se apagan automáticamente a las 11:59 p.m.
–¿La línea telefónica funciona? Debo reportar mi arribo.
–11:59
Cervantes lucía nervioso y juraría que no prestó atención a mis cuestionamientos. ¿Con quién podría hablar un hombre de Dios a altas horas si no es con Jesucristo? El vicario ni siquiera entró a la propiedad. El sujeto, tal vez, dejó las “migas de pan” adecuadas, pero yo tampoco prestaba atención. Con cada escalón se potenciaba la sensación de entrar a un túnel, parecido a los del subterráneo; frío, siniestro, lleno de ecos. Era tarde y las luces se iban apagando detrás de mí.
Mi mentor al otro lado de la línea sonaba cansado, arrastraba las palabras. Su sonido era cada vez más cavernoso.
–Nuestro Señor está orgulloso de ti. Él te ama, Santiago.
La última oración tuvo notas de ironía e interrogación. Solo sonaba de regreso mi respiración, luego una risa ahogada por el teléfono.
–¿Él te ama, Santiago?—Su risa cada vez más monstruosa me debilitaba y seguía sin poder contestar de la confusión y el pánico, que comenzaba a arrastrarse por mi cuerpo como corriente de agua fría.
–¿Quieres saludar a papá? Ja, ja…
Abrí los ojos y el amanecer se estaba colando por las grises y roídas cortinas.
En las calles retumbaba el sonido de los pasos, las llantas de los autos y el chirrido de los autobuses al doblar en las esquinas. Al salir de la biblioteca pública noté que el sol se ocultaba. El día se había escapado tan rápido como mi apetito, no había abandonado el ala de la hemeroteca ni siquiera para tomar aire. Otra vez las náuseas se apoderaban de mí, impidiéndome disfrutar de una pausa, ni siquiera de un cigarrillo.
Había aprendido a detectar ese malestar como el primer síntoma antes de una aparición, una por sobremanera espeluznante y extremadamente incómoda para ser exactos. Con la cabeza agachada para no ser tomado por sorpresa ante aquella manifestación, sentado en las escaleras de la entrada y con la Quinta Avenida de frente, atestada como podría estarlo un jueves al atardecer, mi espíritu temblaba como un niño a punto de orinar la cama del terror. Aún no me acostumbraba a este tormento, a pesar de haber pasado seis desde aquella mala praxis.
En mi mente aparecieron los ojos de serpiente y un escalofrío me atravesó el costado derecho. No necesitaba verle de frente para notar la necrosis en su rostro, la hinchazón y la lividez, además de una dentadura podrida y quijada desencajada. Los pocos mechones de cabellos negros, ensangrentados, caían a sus costados.
Ojalá las farolas en las puertas de la biblioteca se hubieran mantenido apagadas, dejándolo todo en siluetas y rabillos de ojo. En cuanto la vi iluminada, me congelé y al notar sus intenciones de establecer contacto, me apreté el abrigo, rechiné los dientes, tiré el cigarrillo y me eché a andar hacia San Patricio.
El ministerio en la ciudad era de todo un poco, sencillo para un historiador forense, para un clérigo; pero extremadamente difícil para alguien que ha perdido la fe. Ergo, debía emitir un reporte ante la Santa Sede que contribuyera a las averiguaciones sobre el asesinato de una madre y sus dos hijas. Todo a manos del padre de familia. La iglesia ahora era parte de este circo horroroso y cruel, puesto que el sujeto había declarado a la policía que Dios le había pedido hacerlo, pues ellas estaban poseídas.
Repasaba en mi cabeza el expediente entero, de un momento a otro aparecían en mi mente las brutales instantáneas adjuntas. Mi determinación iba en busca del padre Croghan, pero en especial de respuestas rápidas, llevaba la carpeta bajo el brazo, pero la voluntad, Dios sabe dónde.
Me tomé un momento para respirar, reposando en la escalinata de la Catedral, de frente al Centro Rockefeller. Había bullicio y demasiadas luces por doquier; sin embargo, aquella cotidianidad me ayudaba a fundir a negro mis pensamientos, mezclándolos con resonar del subterráneo a mis pies. Pero aquello pasó en segundos al silencio más sepulcral. Ese maldito frío que me destruye la nuca y el incesante castañar de dientes. Nunca era nada de naturaleza humana cuando venía con ese maldito frío. “¿Otra vez?”, pensé.
Mi mentor me había ayudado a reconocer el origen de estas criaturas. Las cadenas eran la primera señal.
La delgada tríada de peldaños del atrio de San Patricio se sumergió en un vacío absoluto, podría describir la sensación como la presión ejercida sobre el cuerpo bajo el agua, todo se movía despacio, incluso eso que se acercaba.
Parecía una religiosa con un hábito antiguo, desgastado y húmedo del cuello para abajo. Las palmas sostenidas juntas por una oxidada cadena que le pasaba por el torso y la cintura, terminando con una enorme cruz a la altura de donde deberían encontrarse sus pies. Sus dedos eran gruesos y pálidos, como las garras de un animal. Ese espectro abrió unos ojos completamente negros y profundos, me miró y soltó una horrible carcajada mientras doblaba su cuello como si estuviera roto, mientras se elevaba para flotar directo hacia mí. El terror se atoraba en mis entrañas en forma de grito o asfixia, no lo sé, solo pude apretar los ojos y susurrar: “Señor”. Una mano temblorosa se posó sobre mi hombro.
–Hijo, ¿se encuentra bien?
La nariz me sangraba y la boca se me inundaba de saliva. Croghan me ofrecía un pañuelo de tela mientras me increpaba sobre si era el enviado por Roma. —Esta noche es más oscura que de costumbre. Es mejor entrar.
Me puse en pie, pero el clérigo no me veía a los ojos. Solo se giró para volver. Escupí lo que resultó ser sangre e inhalé profundo antes de introducirme en las tinieblas de la nave de San Patricio.
Las pesadillas volvieron a despertarme antes del despunte del alba. Oraba entre murmullos y unas cuantas lágrimas, sosteniendo la biblia de mi padre contra el pecho. Me dejaba llevar con el ligero movimiento del rosario en mi mano y aquel sujeto alto y robusto del bombín, se encontraba parado en la esquina más oscura de la habitación. Curiosamente, sí tenía el valor de confrontar a aquella sombra, tal vez por ser viejos conocidos de la infancia.
–Por favor pague su asiento lejos de mí al regresar.
Era el tercer día de comisión y me dirigía al muy concurrido distrito financiero. Los ojos del mundo habían puesto su total atención al sitio en los últimos meses, ya que la inauguración de unas majestuosas torres recién había ocurrido. El símbolo de la evolución del ser humano, decían algunos. Yo no guardo mucha esperanza en ello, ni siquiera en mi institución, menos en la clase de cuellos blancos que caminan por estas calles. Su dios vive en los bancos, es sucio y lo intercambian por poder.
Bebiendo un café y con mi bufanda bien puesta iba preparado psicológicamente para encontrarme con una irritante multitud. Sin embargo, la calle Rector la absorbía una quietud inusual para un viernes a las 10 de la mañana. La hermana Teresa me esperaba para llevarme con el párroco de la iglesia de la Trinidad. El expediente se llenaba de más datos, más irregularidades, pero para mí era suficiente compromiso el haber aceptado la tarea, a sabiendas de lo que me encontraría detrás de las fachas de devoción de estas personas.
Pretendía terminar las entrevistas a los clérigos ese mismo día y emitir la solicitud de retorno a casa, para preparar el reporte necesario en un lugar seguro, como si de verdad existiera un lugar así a donde sea que fuera. Al salir de la Trinidad, me sumí en mis pensamientos tácticos para lograr cuadrar las visitas con los sacerdotes restantes en un solo templo de la pequeña Italia, cuando me encontré caminando por aquel sitio de ensueño para el ego del hombre rico.
No negaré la belleza de aquellos colosos que aludían a la prosperidad de un imperio, o una tiranía, no lo sé. Sus cristales, alzándose imponentes y reflejando la luz del atardecer por encima de mi cabeza, eran majestuosos. Voltee un momento para contemplar los destellos y recibir un poco de calor, pero el cielo se tornó a gris de un instante.
–Quédate a ver el fuego, hijo. El olor es delicioso.
La voz parecía salir de adentro de mi cabeza, pero sabía que estaba al lado mío. Era sutil, delicada y etérea. Al volver la vista al frente y ver su reflejo en la torre, necesité toda la fuerza con la que contaba para no desmayarme. Estas entidades perfeccionaban el tomarme por sorpresa.
Al traerlo de vuelta a mi mente para describir su aspecto, la forma más efectiva de reproducirlo ante sus ojos sería nombrarlo como un Nosferatu.
Era un ser sumamente delgado, alto, pero no lo suficiente para ser monstruoso; sin embargo, no menos aterrador. Sus ojos teñidos en un púrpura enrojecido con pupilas dilatadas eran siniestros, estaba completamente calvo y su envestidura oscura parecía brotarle del cuerpo, emulando a la brea hirviendo. Su reflejo se mantenía inmutable en el cristal, pero yo podía seguir escuchando que hablaba en dualidad de voces masculinas y femeninas.
De Argumosa me había hablado con especial énfasis sobre esta clase de entidades. Principados de muerte, mercenarios comisionados a la carnicería, dolor y destrucción. Era algo salido de las mismas revelaciones de los últimos sellos.
“Nunca es algo fortuito. Hay batallas libradas desde hace milenios para aniquilar la creación. Estos generales poseen comandos que, en cincuenta años de servicio, todavía me cuesta articularlos en palabras. Si los ves…”
–Si nos ves, huye—, resopló para finalizar el recuerdo, suplantando la voz del maestro dentro de mi cabeza. Solo pude apretar más fuerte el rosario en mi bolsillo, virar con la mirada en el suelo y seguir mi camino. Mi corazón sabía que algo terrible iba a suceder.
–Hasta pronto, Santiago.
Aquel encuentro me había dejado tenso, exhausto y especialmente paranoico. De regreso a la pensión en Chelsea, veía sombras que se alzaban entre los vagones del metro. La sensación de vértigo al doblar en cualquier esquina era avasallante, sudaba frío y mi espalda se arqueaba un poco más, paso tras paso.
La derruida fachada rojiza del edificio lucía más tétrica con el resplandor crepuscular. Mi concentración se encontraba sumergida en los últimos apuntes recogidos sobre el caso. Repasaba textualmente aquellas frases del asesino, tratando de justificar un ritual mal ejecutado, al padre de la Trinidad se le humedecieron los ojos al repetírmelas.
Con cada nueva información, se convertía en un reto más grande evitar la recreación de mis propios hechos. Aquellos ojos de serpiente saliendo de un rostro infantil, diminutas manos con los dedos dislocados, tomándome con una fuerza bestial del cabello, arrastrando mi frente contra la suya. Todo esto en fracciones de segundo, en el recuerdo y en mi entorno.
Una pequeña mancha blanca me distrajo de mi tortura mental. Antes de entrar en la pensión pude distinguir la silueta de una mujer posada en una de las ventanas del segundo piso, observando la calle con unos ojos ahogados en cansancio y pensé que tal vez ella veía lo mismo, cuando posó su mirada sobre mí. Su cabello cano y camisón viejo me hicieron respirar profundo, reparando en que no me había tomado la molestia de presentarme con esa inquilina mayor que compartía conmigo la estancia en el edificio.
A punto de alzar mi mano para devolver un leve saludo, noté que tras ella se dibujaba la silueta de esa maldita cosa de velo negro. Sé que debí entrar inmediatamente y advertir a la pobre anciana, o por lo menos asegurarme de que se encontraba bien, pues no tengo la completa certeza de que ese espectro sea del todo inofensivo, pero estaba sumamente cansado y hambriento como para sopesar un encuentro con la plañidera. Terminé el día en la pequeña cafetería 24 horas de la esquina.
Cuando la mesera se acercó para ofrecerme más café, noté que estaba por dar la una de la madrugada. El maldito elevador.
–No sabía que los curas podían maldecir— murmuró la chica al devolverme el cambio.
–Yo tampoco. Buenas noches—, respondí mientras me ataba de vuelta la bufanda, sin tomar los billetes ni verla a la cara.
Con cada diminuto escalón que avanzaba, el crujir de mis huesos resonaba con toda la quietud del edificio, para mí era tan escandaloso como el rechinar de las puertas de emergencia; sin embargo, al acceder al pasillo noté que una leve melodía de tocadiscos salía de algún rincón. Era la primera sonrisa sincera que había esbozado desde que llegué, pues me reconfortaba el corazón escuchar piezas antiguas, como las favoritas de mi padre. Me detuve un momento para poner más atención, pero solo logré conseguir atar cabos. ¿¡Qué hacía la anciana reproduciendo música a tales horas!?
La distorsión de la aguja mal colocada sobre el vinilo devoró el único momento cálido que había experimentado en días, para dar paso a un sonido grave y siniestro que me puso los nervios al límite. Un tétrico coro entonaba el Ave María y las luces de un automóvil sacudieron las penumbras en las que me encontraba, al colarse por las ventanas del pasillo. Al fondo, se encontraba el rostro de alguien que recordaba muy bien.
Tomo una pausa a este momento del relato, pues la pena aún se niega a abandonar mi espíritu y sé que estas grietas en el corazón son las puertas por las que se intenta colar el enemigo. Me llena de ira y dolor que usen su memoria para amedrentarme.
La imagen de mi padre yacía a escasos tres metros, con la mirada nublada y las cuencas oculares oscurecidas, el livor mortis se apoderaba de toda la piel de su rostro y a mí me partía en mil pedazos pensar que pudiese ser él realmente. Un par de lágrimas se escaparon por mis mejillas. Estaba a punto de cometer el peor error, eso que jamás se debe hacer ante este tipo de hostigamientos demoniacos: hablarles. Antes de siquiera mover los labios, aquello ganó la partida.
–¿No estás feliz de ver a tu padre?
–Cristo, misericordioso. No me abandones, Señor.
–¿No vas a darme un abrazo? ¿No vas a venir? Te estoy esperando—, dijo mientras alzaba las manos y el aire se hizo difícil de respirar.
El maligno me asestaba una estocada mortal. Por mi parte, solo estaba tocando fondo.
–¡Siga orando, Poletti!
–Bajo el amparo de nuestro Señor Jesucristo, de San Miguel Arcángel, ante tus brazos María Santísima, encomiendo la redención de mi espíritu, el resguardo de nuestros corazones en los ojos del Altísimo, Padre, Hijo, Espíritu Santo, en Tu nombre suplicamos por a la liberación del alma de tu siervo, por Él y en Él, te ordeno criatura impura que abandones este…
–Maldito sodomita, ¡bastardo! El deseo de vuestro recto se revuelca entre los puercos, nosotros que os llamáis basura inmunda infernal. ¡Yo soy parte de vuestra verdad! Decid vuestra verdad a quien clamáis vuestro maestro.
–Dame tu nombre, criatura.
–Confiesa al anciano vuestro secreto.
—Obedece el poder de Nuestro Señor, en nombre de Jesucristo, dame tu nombre. Poletti, ¡no se detenga!
–Vuestro progenitor gime y sangra como una prostituta con cada falo que le perfora las entrañas. Será torturado por la eternidad, por vuestros pecados.
–No le escuches, hijo…
–Por la poderosísima palabra de Dios Padre y su Hijo, por el Espíritu Santo y la potestad que en vuestras desterradas almas infiere, te obligo a que me des tu nombre, bestia.
–¡No oses tocarme, mariquita! ¡Deja de clamar al Nazareno, golfa pecaminosa! Desgraciado hijo de puta, cobarde, ¡sodomita! Vosotros clamáis el nombre del cordero y no sois parte del rebaño. No pudisteis consagrar el alma, ni la carne, ¡bastardo! El hombre que os trajo en carne ha de pagar vuestra condena. ¿Quién sois para usar al verbo ante mí?
–El poder de Nuestro Señor, Dios Padre, Todopoderoso, Dios fuerte y misericordioso, es quien te obliga. A Él, que nos brinda la potestad de someter a los demonios en Su nombre y la virtud de vencer al enemigo, os obliga a revelar tu nombre, ¡revélame quién eres!…
–Perra promiscua, furcia corrupta, ¿os has pedido ver? ¡Pues ahora lo veréis todo!
–Poletti suéltelo, ¡Poletti, hijo!
Las manos tiernas de un infante, pero con fuerza monstruosa, me tomaron del cabello. Esos ojos de serpiente en un rostro infantil conectaron con los míos, su frente en contacto con la mía y de su boca salían palabras que no lograba comprender, una lengua que sentía en lo profundo de mi corazón no provenía del hombre, de ninguno que hubiese pisado la tierra.
De Argumosa y su alarido pronunciando mi nombre fue lo último que escuché aquella noche antes de perder la consciencia. El eco de su desesperación se quedó colgado en el viento, mientras despertaba con un largo suspiro repleto de miedo. Mi corazón cascabeleaba casi saliéndose del pecho y estaba bañado en sudor frío, en aquella habitación estaba la plañidera y la sombra del sombrero, en sus respectivos rincones, observándome. Me sentía como un preso en su celda, incapaz de huir, lo único que me ayudaba a no morir de terror era la luz de las farolas, el ruido de los autos y las voces de los trasnochadores y vagabundos en la calle, todo colándose a través de las cortinas grises y roídas del departamento.
Muy dentro de mí sabía que esas cosas en las esquinas no se me acercaban por miedo, pues la memoria que me despertó no fue solo un sueño. Ese demonio sigue cerca de mí y ellos le temen. Solo faltaban la Transfiguración, los Santos Apóstoles y la Antigua Catedral para volver a casa.
Andando por las calles de Chelsea en este ministerio, había realizado las últimas entrevistas con los presbíteros implicados. Coleman era el último, el arzobispo de Nueva York y el responsable de haber atendido el caso personalmente. La elección de la Antigua Catedral de San Patricio como el lugar de reunión parecía un movimiento estratégico, pero a estas alturas de mi travesía y con el infierno del que ya había sido testigo, no creía que pudiera esperarme algo peor.
Tal vez la Santa Sede ya tiene conocimiento de mi condición y confía en el temple de mis entrañas para sobrellevar estas tareas, o tal vez sabe de mi otra condición y trata de quebrarme para abandonar la orden. De pronto me encontraba en la zona Oeste del Parque Central y el cielo ante mí se agitaba estruendoso, las nubes oscurecidas rugían como titanes en el Tártaro. Pedí a Gabriel esperar un poco, solo quería volver.
Apreté mi abrigo para cubrirme de la brisa en esa extraña primavera, la carpeta del reporte y las hojas coloreadas del pequeño Antonino, que hoy había descubierto como polizones en mi equipaje. Ese joven monaguillo aragonés confiaba en mí y eso me resultaba más valioso que la acreditación del conclave completo. Esa tarde sus postales eran mi amuleto.
Corría apurado hacia la estación 81 del subterráneo, pero la tormenta arreció antes de poder entrar. Me detuve un momento para respirar, para recordarme que la única prisa que llevaba era la que yo mismo me imponía. Saqué los cigarrillos aplastados del bolsillo de mi abrigo y me relajé un poco. No lo había podido hacer desde aquella tarde en la biblioteca pública, las constantes náuseas y el ruido mental no me permitían volver a encontrar pacífico el fumar, o quizás solo se trataba de la absurda idea de asociar la cadavérica aparición con el olor a tabaco.
—Ora et labora.
Coincidencia o no, la espectral figura de una mujer volvió a hacerse presente, pero esta vez en medio de una imagen intrigante y una mirada como brazas ardientes. Llegó hasta mi costado sosteniendo una sombrilla negra, enfundada en un largo abrigo del mismo color, con cabellos rubios y piel sumamente pálida. Me inquietó su astucia y su oración, pero me limité a observarla y expulsar el humo. Definitivamente, no era un fantasma, pero no por eso resultaba menos intimidante.
–¿Será que tiene otro cigarrillo para mí, padre?— dijo, mientras yo me adelantaba a buscar la cajetilla en mis bolsillos.
Por un momento me mantuvo absorto la delicadeza de sus rasgos, no había podido notar que el Abraham Lincoln de bronce ante el vestíbulo de la Sociedad Histórica a mi otro costado era nuestro único testigo. Un fenómeno lleno de misterio para esta ciudad. Los colores y sonidos habían desaparecido, salvo el continuo rugir de la tormenta.
–Elaine, por cierto— afirmo. –¿Usted? Al día de hoy sigo sin recordar el haberle preguntado su nombre. Ella miraba hacia al parque y yo a ella. Su imagen también era un misterio.
–Santiago, señorita.
–Padre Santiago.
Solo bajé la mirada con notable desconfianza para responder. Mientras resguardaba la carpeta dentro de mi abrigo, descubrí que estaba a punto de ser alcanzado por el anochecer. “Déjala que te atrape”. De un golpe alcé de vuelta la mirada hacia Elaine, convencido de haberla escuchado responder algo que solo dije para mis adentros. Ella se limitó a sonreír de vuelta mientras daba una calada a su cigarrillo.
–Mis hermanos están reunidos aquí. Yo solo salí a tomar aire. La vista es fabulosa cuando cae una tormenta.
Elaine se viraba hacia mí al pronunciar esas palabras. En lo profundo de mi mente crecía la intriga, que ahora andaba en pares con la duda sobre a qué tormenta se refería esta mujer, si a la de la ciudad o a la de mi espíritu.
–Muy precisa su intuición, debo decir.
–¿Sobre qué?
–Habla usted de sus hermanos. Yo de los míos.
–No fue intuición.
–Entonces, ¿es usted psíquica?
–No necesito serlo. Mi maestro me permite ver todo lo que debe ser visto.
–Sorprendente que aprecie la vista oculta en las sombras. La noche está a punto de caer.
–Es la mejor de todas. ¡La mejor de todas!
–Me temo que sus hermanos, tal vez no piensen del mismo modo.
–¿Es ahora usted el que presume de su intuición?
–En absoluto. Todo el mundo conoce el resplandor de la estrella de la mañana, sin embargo, yo, que he sido castigado con ver su aurora dorada, puedo asegurarle que lo mejor de lo que he sido testigo, es del amor de mi maestro.
Elaine dio una calada final al cigarrillo sin quitarme la mirada. Al segundo siguiente, se abalanzó para tomarme fuerte del rostro y darme un beso en la comisura de los labios. Sus ojos se habían fundido a un negro tan absoluto como las nubes que ahora nos cubrían.
–Nos conoces. Sabes dónde encontrarnos, Santiago— dijo mientras limpiaba el maquillaje de mi rostro y se volvía al edificio. La lluvia cedía un poco mientras ella se marchaba. Reacomodé mi cuello y me eché a andar.
La humedad se había colado por las hendiduras de los túneles del subterráneo. De camino al Soho, bajé unas cuantas estaciones antes. Estaba agotado de sentirme bajo tierra. Aprovecharía el recorrido a pie para contemplar las luces de la pequeña Italia cerca del barrio de la Antigua Catedral. Y, por qué no, también un postre.
Cada rincón de ese lugar tiene una historia inverosímil y sus fantasmas son excéntricos y de cierto modo, pintorescos. Estaba completamente preparado para andar entre esas calles con uno que otro mobster con el traje manchado en sangre, hoyos de bala, olor a pólvora, inquebrantables y testarudos, indispuestos a dejar su territorio.
Me resultaba reconfortante verlos aún en sus manifestaciones más grotescas por dos grandes razones: los atuendos me recordaban a mi padre, quien los portó en su más gloriosa época de juventud y, por otro lado, su moral. Estos espectros no perdían su esencia italiana, por tanto, respetaban todo lo que representaba a la iglesia. No se meterían conmigo.
La noche pintaba para mejorar mientras salía de la pastelería Ferrara con un tiramisú. Estaba por completar la última parada de mi visita. Telefonearía a la Santa Sede desde la oficina de Jackson Coleman para dar el informe del día y concluir con el reporte de una buena vez.
Las paredes de la antigua San Patricio estaban enmohecidas y el atrio, alumbrado por los enormes sirios a sus costados, le daba una apariencia lúgubre y desoladora, una desafortunada combinación para un lugar santo. Particularmente nunca he sido un ferviente devoto del arte sacro, aun bajo la bendición que se le es aplicada a toda esta ornamenta. Sin embargo, la figura del Cristo crucificado en el altar me resultaba enigmática, pero al mismo tiempo perturbadora.
Ese enigma era de utilidad, me auxiliaba para desviar la atención de todas las esquinas, de todos los rincones y de los muros que ocultaba espacios oscuros. Sabía que el sujeto del sombrero, o la plañidera, y Dios sabe, tal vez alguna otra entidad que he mencionado en esta historia se mantenían al asecho, como predadores dispuestos a plantarse frente a mí en cualquier momento, en el menos apropiado, seguramente. Hoy, puedo asegurarlo.
Vi pasar rápidamente a Cervantes, el vicario que había atendido mi llegada. Sé que había notado mi presencia, pero antes de poder alzar la voz para llamarlo, una hermana apareció a mi encuentro. —¿Padre Poletti? Monseñor le espera.
Pasaban de las 11:30 de la noche cuando por fin pude abandonar el recinto. La cabeza me daba vueltas luego de haber escuchado las horripilantes grabaciones del caso, las insufribles declaraciones del tipo, el interrogatorio, la actitud mordaz de los detectives asignados, las imágenes de la joven madre y las niñas se repetían una a una en mi mente. Solo el eco de mis pasos resonaba al encaminarme a la salida. Cervantes apareció frente a mí.
–Lamento los inconvenientes, Padre.
–¿A qué se refiere?
–Me tortura la culpa, señor.
–¿Tortura? Mhh…
–En aquella pensión no…
–Necesito hacer una llamada de larga distancia—, resoplé sin dejar terminar al hombre. No necesitaba saber más.
Sobre el hombro del sacristán, difuso y al fondo del oscuro pasillo, cruzaba de extremo a otro una silueta de gran altura, de cabellera larga y apariencia de haber estado bajo la lluvia, cojeaba y era evidente que se encontraba desnuda. La luz que se colaba del área de los jardines laterales permitió ver la sombra de las huellas que dejaba a su paso. Cuando me volví para cuestionar a Cervantes, sus pupilas cristalinas enfocaban hacia el altar, luego lo apuntó con el dedo.
Giré de a poco para seguir su mano y descubrí que nuestras miradas era lo único que se encontraba clavado a la cruz. Agotado de esta clase de encuentros, se me caía la moral en trizas, sobre todo con las manifestaciones descaradamente ofensivas, aquellas impostoras. Cervantes agachó la vista murmurando algo ininteligible y yo me apuré hacia las puertas.
–No le siga, padre. Siempre le vemos salir al cementerio.
–¡Está asomado por aquella puerta!
–Por favor, le pido no le mire.
–Santo Dios, Cervantes, ¿¡qué es eso!?
–El cuarto jinete, señor. Váyase, por favor, antes de que pueda seguirle.
Me consumía la ira y la decadencia del alma. Me aterrorizaba la muerte. De vez en cuando, lo sigue haciendo.
Andaba sin rumbo. Ya no tenía noción del tiempo y la lluvia volvía a arreciar. Caminaba por calles vacías que le hacían par perfecto a la aflicción de mi corazón destrozado, ya no podía soportar más y parecía ser solo el comienzo. Esa noche en particular agradecía a Dios la fuerte tormenta que ocultaba mis lágrimas. No sabía ni de quién las estaba escondiendo. Esas cosas podían verlo todo, verme a mí, derrotado. Elaine lo había dicho.
Me dirigía hacia el Parque Washington, esperando encontrar alguna estación cercana con una línea abierta rumbo al Uptown. Pensaba en las palabras de Cervantes. Ese consejo, tal vez, había llegado muy tarde. No pude llamar a de Argumosa, no pude terminar nada. Cerca de los edificios de la Universidad de Nueva York me detuve un momento. Quería gritar y al mismo tiempo deseaba el resguardo que me brindaba mantenerme en silencio. No iba a exponerme en medio de la oscuridad a otro hórrido encuentro, ni siquiera podía voltear atrás. Sentado al borde de unas pequeñas jardineras, tenía de frente una tenue farola que alumbraba una placa, sobre una pared blanca. Un sujeto bajito y de peinado extraño la observaba detenidamente.
De pronto, los autos volvieron a transitar, uno que otro vagabundo camino de esquina a esquina, un grupo de jóvenes abandonaban el edificio frente a mí y el sonido de una sirena sonaba a lo lejos. La vida volvía a ocurrir de pronto. El sujeto bajito ahora estaba junto a mí.
–¿Largo día? —, dijo y yo no podía dejar de verle el gracioso bigote.
–Semana—, le respondí con la primera sonrisa irónica de la travesía.
–Es un buen barrio. Solía vivir aquí. Torciendo los labios en una mueca le contesté, —no sé qué decirle.
–Sabe usted, por las noches todo puede resultar melancólico y terrible.
Yo me mantenía en silencio.
–Los fantásticos terrores se vuelven reales, ¿cierto?
Lo miraba fijamente, atento, pero indiferente al sermón que intentaba proferirme este extraño.
–¡Qué falta de educación! Perdóneme usted. Edgar, a su servicio.
–Santiago Poletti.
–Señor Poletti, un placer. Ya no detengo su camino.
–Gracias, señor. Buenas noches.
Los ojos tristes del sujeto me miraron con dulzura. Apretó la quijada en un gesto gracioso y río ocultando los dientes. De vuelta, no pude despegar la vista de su bigote.
–No deje que lo atrape la noche, señor Poletti. Siempre hay calma a la mañana siguiente.
Siempre.
Y así, sin más se fue.
Yo continué mi camino hacia el parque, recapitulando todas las palabras de ese hombre, del vicario, de mi mentor y cada persona que apareció en mi camino. Reflexionaba sobre mi labor con la Santa Sede, Elaine, aquellos ojos de serpiente sobre un rostro infantil y cada una de las manifestaciones espectrales que hacían tambalear mi esperanza, convencido de que tal vez algún día descubría el propósito de todo esto, convencido de que aún la tenía. El Señor me puso en este camino por una razón.
Sobre el arco, iluminado con luces fluorescentes, había personas danzando, pero el sonido de la algarabía perecía lejano. Entre los árboles se movían sombras, recargadas en los troncos o saltando entre las ramas, difusas, ocultas en una madrugada de tormenta. Sé que se trataba de todos ellos, sé que me siguieron el paso. Estaba seguro de que volverían conmigo, siempre caminando un paso detrás de mí.
Valeria E. Zeta, México.
Con 10 años en el mundo de la edición literaria y 8 en la escritura de horror, la evolución de su estilo se nutre de los terrores más primitivos y cotidianos del ser humano. Editora de comunicación y contenido para el Tecnológico de Monterrey, estudiante y amante de la danza. Sus obras más recientes son ”Mon petit rouge”, publicada por la agencia editorial chilena Factor Literario y el “Diácono secular” bajo el sello colombiano Komala Editorial, de Grupo Letras Negras.
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