Autor: Génesis García
“Señora Estévez, siento mucho informarle que su hijo ha fallecido…”
Esa simple frase rompió algo dentro de Laura Estévez. Lo rompió todo. Su hijo, su precioso y único hijo ya no estaba. Un grito se atoró en su garganta y permaneció ahí atrapado mientras su esposo conducía como un loco bajo la pesada lluvia en dirección al hospital. El grito creció y se hizo enorme, incontenible, cuando el médico forense cogió la sábana y la apartó, mostrando el rostro ensangrentado de su niño bello. Su nariz, ojos, boca y oídos estaban cubiertos de sangre coagulada, seca, negra como la noche. “Un ataque de asma”, dijo el forense. Un derrame pleural que provocó una hemorragia que lo ahogó en su propia sangre ante la mirada horrorizada de compañeros y profesores. El grito encontró al fin una salida y la mujer gritó y gritó mientras su esposo la sostenía y procuraba contenerla con los trozos de su corazón roto. Siguió gritando mientras los médicos peleaban para sedarla y continuó haciéndolo en sueños, reclamándole al cielo por su alma rota, por el dolor insoportable, por el vacío de sus brazos y la vida de su niño arrebatada de modo tan cruel.
Despidieron a Gabriel en el gimnasio de su escuela, rodeado de amigos y globos, del pesado aroma de las flores y del sonido de canciones y llantos que se confundían dentro de la mente de Laura. Sus ojos cansados examinaban los rostros a su alrededor, sin comprender por qué lloraban. No entendía su dolor, no cabía en su cabeza que alguien más sufriera por la partida de su niño… ¿qué derecho tenían ellos de llorarlo, de sufrirlo? Gabriel era suyo: ella lo llevó dentro, lo pujó al mundo entre lágrimas y gritos, lo alimentó de su carne y su sangre, lo cargó a todos lados, lo besó y le cantó. Ella lo meció, rio con él y veló sus sueños. Ella cuidó sus fiebres infantiles, besó sus raspones y alimentó sus sueños. Gabriel era suyo y sólo ella podía llorarlo, sólo ella podía morir con él.
Los presentes lloraban y suspiraban, todos excepto uno. Cuando sus ojos se encontraron, Andrés Medina bajó la mirada, sonrojado y se retiró un poco más, escondiéndose entre el gentío. Su rostro gritaba culpa y de pronto, algo hizo clic dentro de su mente: Gabriel murió en medio de la clase de gimnasia, clase que impartía el querido profesor Medina. Laura se puso de pie y dejó la escuela a paso rápido, seguida de su confundido marido y su madre preocupada. Ignoró sus voces llamándola y siguió caminando, buscando justicia con el corazón determinado. No la obtuvo, sin embargo. El tribunal dictaminó que la muerte de su ángel fue un infortunado incidente y que no existía negligencia de parte de los profesores o de los directivos de la escuela. Pero ¿en qué mente cabía que un niño asmático corriera con sus compañeros bajo la lluvia por una hora? ¿Cómo era posible que no consideraran eso como un asesinato?
Andrés Medina era culpable, aunque un juez con los ojos ciegos y el corazón vacío dijera lo contrario y Laura estaba decidida a hacerlo pagar. Tardó tres meses en preparar todo y cuando finalmente estuvo listo, sonrió al espejo antes de dejar su casa en dirección a la escuela. La imagen del edificio trajo a su mente los recuerdos de su hijo corriendo hacia el auto, saliendo a su encuentro con los ojos brillantes y la sonrisa resplandeciente. Luego, su rostro mutó en aquella máscara espantosa en la que se convirtió y supo que no podía dar pie atrás.
Fátima era una niña linda, debía reconocerlo. Se parecía a su padre, con los mismos ojos del color del cielo y una sonrisa amplia que marcaba los hoyuelos de sus mejillas. Muy bonita, sin duda alguna. Pero, lamentablemente, su apellido era Medina. Laura la atrajo con la promesa de una muñeca nueva y se la llevó lejos, perdiéndose con ella en medio de la noche. La necesitaba. Los padres de la niña se abocaron en su búsqueda de inmediato, desesperados. Andrés recorrió las casas de todos cuantos conocía, golpeando puertas y sintiendo que su mundo se desmoronaba con cada negativa. Su mujer lloraba, implorando de rodillas frente a la imagen de la Virgen de Fátima que le devolviera a su hija. Andrés se acercó y posó sus manos sobre sus hombros, intentando consolarla, pero, la mujer se apartó, como si su tacto la quemara. Sus ojos enloquecidos, enrojecidos por el llanto se clavaron en los suyos como dos dagas, enviándole un escalofrío por toda la espalda.
–Esto es un castigo…–sollozó, el odio rezumando en su voz—Es un castigo por lo que hiciste a ese pobre niño…
Andrés palideció, retrocediendo un paso. La imagen del pequeño cuerpo de Gabriel tirado en el suelo, convulsionando bajo la lluvia mientras la sangre brotaba a borbotones de sus ojos y nariz lo golpeó como un puño y le quitó el aire. Los niños gritaban a su alrededor, pidiendo ayuda, pidiéndole que hiciera algo, pero, Andrés no podía moverse. El miedo paralizó sus extremidades mientras recordaba su rostro lívido y suplicante, rogándole que lo dejara descansar, diciendo que le dolía el pecho y le costaba respirar. Pero, él, convencido que sólo se trataba de la rabieta de un niño consentido en extremo, lo obligó a seguir corriendo. Y a seguir. Y a seguir hasta que su pequeño cuerpo no resistió más y cayó inerte al suelo. Llovía tanto que el agua lavaba la sangre, arrastrándola en hilillos por el suelo; un esfuerzo noble pero inútil ante la fuerza del caudal con el que la vida abandonaba su cuerpo.
–Yo no hice nada…no quería—musitó, temblando como una hoja; la fuerza de la culpa sacudiéndolo hasta lo más profundo.
–Miente si quieres, Andrés. Miente, pero, no puedes huir de la verdad… tú lo mataste y por eso estamos pagando− la locura en los ojos de su mujer lo hizo huir de casa y se lanzó a las calles, preguntando a cada persona que se cruzaba en su camino si había visto a su pequeña.
La esperanza se desvanecía con cada hora y las palabras de su mujer seguían martilleando en su cerebro con insistencia: “Esto es un castigo por lo que le hiciste a ese pobre niño”. Sus pies lo llevaron inconscientemente a las afueras del pueblo, siguiendo un rastro invisible. No tenía ninguna razón para sospechar de ella, pero, no podía evitar pensar que quizás… solo quizás… Andrés cogió la aldaba de la puerta y golpeó con fuerza, esperando por un largo rato a que alguien abriera. La espera era como una tortura: el miedo mordía su nuca y la sospecha se arrastraba por su piel cada vez más insistente e insoportable, hasta que finalmente la cancela se abrió, mostrando el rostro demudado y apagado de Laura Estévez.
–Profesor Medina, lo estaba esperando− le dijo, su voz calma, casi dulce. Al ver la expresión de su rostro, Andrés dejó caer los hombros, derrotado ante la realidad.
–¿Qué hizo con ella? – preguntó, sin fuerzas.
–Venga conmigo− pidió y él la siguió, arrastrando los pies. Pensó en lanzarse sobre la mujer, exigirle que le devolviera a su niña por la fuerza, pero, la culpa se lo impidió. ¿Cómo exigirle algo cuando él cargaba en la consciencia la muerte de su hijo?
La siguió por un largo pasillo, internándose en la casa hasta que llegaron a una pequeña bodega en el fondo del patio. La oscuridad reinante le impidió ver, por unos misericordiosos momentos. Sin embargo, el resto de sus sentidos le advirtió que algo pasaba. Algo muy malo. El olor a orina y a sangre llenaba el ambiente y Andrés se estremeció al distinguir entre el hedor el aroma a perfume de violetas con el que su esposa peinaba el cabello de su hija cada mañana. Laura, a su espalda, encendió la luz de pronto y la imagen más horrible que alguna vez pudo imaginar apareció frente a sus ojos. Fátima, su hermosa y dulce Fátima, yacía frente a sus ojos, colgando de una viga como una fruta macabra. La niña tenía las manos atadas, el rostro amoratado y abotagado y una expresión de pavor en sus facciones infantiles. Andrés cayó de rodillas frente a los despojos de su hija, incapaz de gritar o hacer otra cosa que no fuera llorar como un niño, ahogándose en la angustia de saber a su hija muerta.
Se arrastró por el suelo hacia ella, abrazando sus pies y llenando sus calcetas de lágrimas de horror. El dolor era una cosa viva y horrenda que se arrastró dentro de su pecho, arañándole el alma y desgarrándola a tirones. Andrés no podía creerlo. ¿Cómo era posible que Fátima, su preciosa Fátima, ya no estuviese en este mundo? Sólo tenía siete años, tenía toda la vida por delante… era una niña inocente, no merecía pagar por los pecados de su padre. Y, sin embargo, ahí estaba. Ahí estaba su lengua hinchada asomándose entre sus labios, sus piernas húmedas por la orina, el cabello arrancado a mechones y el cuello hinchado, haciendo desaparecer la cuerda entre la inflamación de su carne tumefacta.
–Te llamó, ¿sabes? – dijo la voz de Laura a su espalda− En sus últimos momentos te llamó. “Papi” –dijo, imitando la aguda voz de la niña– “Sálvame, papi”. Pero, ella no sabía que fue su papi el que la condenó a esto…− el sonido de su voz lo devolvió a la realidad y la rabia se unió al dolor.
Un fuego se encendió en su interior y nubló su vista, haciéndolo gruñir como un animal. Estaba a punto de girarse hacia Laura, para hacerla trizas cuando vio algo moviéndose tras el cuerpo de su hija. La pequeña sombra se movió y se acercó más y más a la luz. El rostro de Gabriel apareció frente a sus ojos, manchado de sangre negra y espesa como brea, acercándose a él poco a poco, cada vez más. Toda su rabia se apagó como una brasa bajo la lluvia y permaneció muy quieto mientras el niño se aproximaba cada vez más, arrastrando los pies y jadeando sonoramente con las manos extendidas hacia él, envuelto en una nube de hedor a carne putrefacta. Segundos largos como siglos se arrastraron mientras Gabriel acortaba la distancia entre ellos y, cuando finalmente sus manitas tocaron su rostro, un frío glacial lo estremeció de pies a cabeza.
–MAaaMiIIiii…− jadeó, enterrando sus uñas en la carne de sus mejillas.
–Lo sé, mi amor, lo sé. Pronto todo estará listo, sólo espera un poquito más, mi corazón…− sollozó Laura a sus espaldas y el sonido de un arma amartillando se escuchó en el aire− Ojo por ojo… hijo por hijo…
Un disparo rompió la paz de la noche y el cadáver putrefacto de Gabriel se abalanzó sobre el cuerpo de su profesor muerto, arrancándole la carne a tirones mientras su madre acariciaba su cabello grasiento y manchado de sangre, cantando una canción de cuna entre dientes.
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Sobre la autora: Génesis García (Chile, 1990) es historiadora, escritora, columnista y tallerista. Ha publicado en una serie de revistas literarias, tales como Especulativas, Cósmica Fanzine, El Nahual Errante, Necroscriptum, Chile del Terror, Narrativa y otras. Es participe también de una docena de antologías literarias publicadas en Latinoamérica y España. Actualmente se desempeña como editora de la Revista Literaria Liriel, relacionadora pública en Verso Inefable y columnista en Revista Penumbra.
Me gusto el relato. Felicidades a la autora.
Wow mis respetos