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LA PUERTA DE ABAJO

Cine y Letras por Cine y Letras
junio 5, 2025
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Autora:Lirio Negro (Andrea Cosio).

Prólogo:

“Querido: No fue la muerte lo que nos separó. Fue la maldita ilusión de que el tiempo nos perdona. Y aún ahora, con tus párpados sellados por la podredumbre, aún ahora te amo con una fuerza que ya no es mía. Algo más me habita. Algo que no era parte de mí cuando te conocí. He soñado con tus manos anoche. No las de carne, sino las otras… las que aún me tocan, aunque el cuerpo se haya rendido. He encontrado el pasaje, amor mío, el texto que menciona el retorno de los que murieron en nombre del deseo. 

“Solo quien bebe del espíritu del amado puede quebrar la Puerta de Abajo”–Liber Daemonium.

¿Dónde comenzó todo esto?, me pregunto mientras el cuchillo traza un surco en la palma de mi mano, parte del ritual que ya sé de memoria. ¿Fue cuando te vi por primera vez? ¿O cuando supe que compartías mi hambre por lo prohibido? Yo, que leía a Paracelso mientras mi hija dormía y susurraba fórmulas en la cocina mientras mi marido creía que enloquecía. Yo, que hasta entonces nunca había amado de verdad. Yo, que creía que el amor era otra superstición más. Ahora lo sé: el amor es una invocación, mi alma, y pronto estaremos juntos. Atte: A.”

Primer Encuentro. 

Durante semanas, mi mundo se envolvió en sombras familiares: el silencio de los pasillos al caer la noche, el parpadeo de las velas reflejado en mi pupila, las palabras susurradas en papiros que solo yo había leído. Mis pasos resonaban en las paredes y yo me sentía dueña de aquel reino nocturno donde, ni mi vida de casada ni mi rol como madre, interferían en mis horas de profundo aislamiento. Nunca quise casarme, siempre fui demasiado taciturna para los menesteres de un matrimonio, y, en el cumplimiento de mis deberes del día a día como esposa, mi hija llegó cubierta de un velo que me era indescifrable y el latir distante de mi corazón orientado hacia los misterios me tenía inmersa en una angustia irascible que me mantenía ontológicamente alejada de mis ocupaciones con mi familia y ahogada con textos y libros. Poseía yo un carácter que era propenso a interpretarse como aguzado y directo, quizá algo imponente, es por eso que las gentes de mi sociedad se saciaban con verme presentable en público de vez en cuando del brazo de mi marido, ni siquiera les importaba la niña. Ahora lo sé, todo me llevó a sus brazos, sus premonitorios brazos. Antes de mirar por primera vez sus ojos, su presencia ya era palpable en toda mi historia y el pasado y el presente y el futuro se difuminaban lentamente en la incontenible voracidad de nuestra sed de reencontrarnos cada vez, en cada vida. 

Cuando él llegó, la oscuridad no retrocedió, pero se tensó, como si una aurora inadvertida hubiese empezado a filtrarse entre los pliegues de la noche. Apareció en mi estudio sin anuncio, como el primer rayo de un amanecer. Traía un volumen forrado en cuero y una carta sellada que brillaba apenas con reflejos dorados. Sus ojos, sin embargo, eran el verdadero resplandor: ni vanidosos ni fríos, simplemente claros. 

–He leído tu ensayo sobre los símbolos oníricos y su relación con el sueño profundo y la vigilia– murmuró con voz suave, pero cargada de una intensidad implacable–. Lo encontré… superficial.

¿Superficial? La palabra cayó en el silencio, sin reproche, pero afilada como un desafío. No era una crítica, sino una invitación velada a elevar el juego. No ofrecí asiento; él se acomodó con naturalidad, sin pedir permiso, confiado en la invitación tácita que su sola presencia comportaba. No dije ni una palabra, lo observé como se observa el cielo, como si hubiese estado ahí todas las horas de mi vida y aún con curiosidad infranqueable. No lo supe hasta que se presentó, pero al verlo allí, comprendí, con esa clase de certeza que no nace de la razón, sino de las pulsiones antiguas, que ese encuentro no era casual. Era una invocación cumplida, no de uno hacia otro, sino de fuerzas mayores que nos eligieron para jugar, juntos, el juego más atroz. 

A veces creo recordar con exactitud lo que dijo después. Otras, su voz se deshace entre los rincones de mi memoria, como humo que se escapa por entre los dedos. Me esfuerzo por atrapar cada palabra, cada gesto, como si con ello pudiera evitar lo inevitable. Pero el olvido, cuando llega, no lo hace de golpe. Es un desgaste. Una lenta disolución.

–¡Sigue ahí, míralo!

Segundo Encuentro.

Soñé con él todas las noches y volvió como si nunca se hubiera ido, sin anuncio ni carta previa, ni cita acordada, sino solo la certeza inviolable de que aquel día volvería a tocar a mi puerta. Y lo hizo. Traía en los ojos una oscuridad distintiva de quien hubiera descendido un peldaño más en la espiral del conocimiento prohibido que compartíamos. Él, como yo, había estado en algún lugar más allá del lenguaje. Vestía de negro, un espejo de lo que se cuece en los márgenes de lo visible. Y era hermoso, a semejanza de Dios. 

–¿Recuerdas lo que decías de los sueños como intersección entre los planos?– Fue lo único que dijo, su voz no sonaba a la de un hombre, sonaba a un sueño que tuve un día muy triste, cuando era niña. 

No respondí. pero sí lo recordaba. Yo había escrito sobre ello, pero él lo había vivido. Nos sentamos uno frente al otro. No hubo cortesías. Solo un instante prolongado de reconocimiento. En su presencia, mis sombras no desaparecían, se volvían más nítidas. Por primera vez sentí que alguien no huía de mi hondura, sino que la celebraba. Fue la noche en que dejó en mi casa un relicario, sin explicación. Una pieza pequeña, hermética, con una inscripción en hebreo. No la abrí hasta años después, cuando su cuerpo ya yacía frío en mi mesa. Pero en ese instante, en aquel segundo encuentro, supe que me estaba preparando para la pérdida. O para lo que viene después de ella.

Aquel encuentro selló algo que no fue nombrado. Ni él ni yo hablamos de amor, no hacía falta. Nos sabíamos elegidos. Cada gesto, cada palabra no dicha, era una conspiración del destino. Nos habíamos reencontrado. Y nada, ni el tiempo, ni la muerte, podría deshacer esa consagración. 

S.

Antes de mí, hubo otra. Una mujer que no tenía rostro en mis sueños, pero cuya sombra se dibujaba con precisión en los márgenes de su historia. Extranjera, alemana, decían, de linaje noble, de educación exquisita y voluntad afilada. Su nombre, irrelevante ya, estaba unido al de él por un pacto familiar que no requería amor, sino obediencia, era todo un compromiso.

Se conocieron en Berlín, en uno de esos salones silenciosos donde los hombres se visten de futuro y las mujeres de porcelana, como en un aparador. Él, ingeniero y matemático de genio precoz, no buscaba esposa, sino silencio. Había construido su mundo en torno al cálculo, al rigor, al secreto. Los periódicos de la época lo nombraban con reverencia, aunque él mismo evitaba toda luz, nunca gustó del aplauso, prefería la exactitud de lo invisible. Dicen que sus teorías sobre sistemas de resonancia no lineal y patrones armónicos tenían aplicaciones que ni siquiera hoy alcanzamos a comprender del todo. Su obsesión era el ritmo oculto del universo, las ecuaciones eran su oráculo, los números, un idioma que hablaba como si fueran criaturas vivas. Hermético, sí, pero no por soberbia: por protección.

Nadie lo conocía del todo y yo tampoco, pero le reconocí. Por eso no fue ninguna sorpresa que cancelara su compromiso con la extranjera. Lo que él buscaba no era una esposa, ni un país, ni siquiera paz. Lo que buscaba era el eco. El símbolo que late más allá de la carne. Lo que buscaba era a mí. No porque yo fuera destino, sino porque también fui elegida. Ambos lo fuimos. Fue así que, cuando se presentó en mi estudio aquella primera vez, no fue una coincidencia. Fue una respuesta. Como si ambos hubiéramos sido empujados, suavemente, por algo más inmenso que nuestras pobres, obsesionadas y lascivas voluntades. Y ella, se quedó con el silencio. Con la sombra de su genio, con el vacío. No creo que lo llorara. Creo que lo maldijo. Y quizá, sin saberlo, también la maldije yo, por tenerlo antes de que él me soñara.

Lo que importa es que él vino. Que se sentó frente a mí con el peso del mundo en sus manos y me ofreció no una alianza, sino una caída compartida. Y yo acepté porque, como él, también sabía que el conocimiento más puro no ilumina, quita la piel. Y bajo esa piel, en la sombra, esperábamos ambos, ahí yaciendo eternamente.

A.

Nunca quise casarme. Ni ser madre. Ni vivir bajo el techo de otro. Acepté aquel vínculo como se acepta una maldición: sin resistencia, pero con un secreto desprecio. Sabía que me observaban, que esperaban de mí la compostura de una dama, la dulzura de una madre, la sumisión de una esposa y lo que obtuvieron fue otra cosa. Una sombra refinada, una belleza imposible de nombrar, un enigma que respondía con cortesía, pero jamás con entrega.

Él, mi marido, no era cruel pero sí era común, ¿no es eso peor? Era un comerciante exitoso, de buena familia, y cuya voz creí confundible con la ternura, pronto descubrí que era solo inercia. No había misterio en él, ni hambre, ni noche, ni sol, solo rutina. Esperaba de mí lo que los hombres de su clase esperaban: mujeres dóciles, hermosas, presentables, que perfumaran la mesa y fingieran estremecerse bajo sus manos. Me exhibía como se exhibe una joya robada: con orgullo, pero con la conciencia de que no le pertenecía del todo. Intenté ser educada. Le ofrecí lo justo y compartimos el lecho como se comparte un deber. Con ello llegó nuestra hija y no supe qué hacer con ella, era pequeña, frágil, y me miraba como si me conociera de otras vidas. Yo no tenía amor que darle, apenas me quedaba cuerpo. Fui una madre distante, la alimenté, la vestí, pero jamás jugué con ella. Me evitaba como se evita un presagio. Cuando lloraba, yo me encerraba en mi estudio, donde el silencio era mi única redención. Cuando aprendió a hablar, no dijo nunca mamá, en su lugar, me llamaba por mi nombre de doncella. A veces la escuchaba hablar sola en las noches, decía cosas que nadie le había enseñado. Yo, que podía soportar fantasmas y lenguas muertas, no podía soportar su voz infantil pronunciando lo innombrable, eso que heredó de una antigua y secreta virtud, o defecto, de las mujeres de mi familia.

Me refugié en los libros. En los que llegaban de manos de contrabandistas, de monjes exiliados, de mujeres sabias condenadas por sus pueblos. Aprendí a leer el lenguaje de los símbolos, los huesos, los metales, las sombras. Mi estudio se convirtió en santuario, allí nadie entraba. Mi marido intentó una vez cruzar la puerta sin anunciarse. Lo detuve con una mirada y no volvió a intentarlo, él temía lo que no comprendía y yo cultivaba ese temor como un jardín venenoso, era mi único escudo, mi única libertad. 

A veces pasaba días sin hablar con nadie. Leía bajo la luz de una lámpara de aceite, escribía glosas en los márgenes de libros prohibidos, y practicaba pequeños rituales en la cocina, mientras la niña dormía. Nadie notaba nada porque nadie quería mirar. La belleza que tanto admiraban les impedía ver la podredumbre deliciosa que escondía debajo. Y eso me salvó. Nunca amé a nadie realmente, sólo lo que mi sed de saber consumía. Hasta que lo vi a él. A S. Entonces supe que todo lo anterior había sido una vigilia y que el verdadero sueño, el más oscuro, el más real, recién comenzaba.

El Idilio

S. y yo compartíamos algo que no tenía nombre en ningún idioma. Lo llamábamos comprensión, pero era una forma de posesión. No había ternura común entre nosotros, nuestras caricias eran pactos, nuestras palabras, hechizos, y cada encuentro era una entrada más al descenso. Ningún otro cuerpo me miró como él lo hacía. Ni siquiera con los ojos abiertos. Él lo hacía desde adentro, desde alguna celda de mi espíritu que ni yo conocía. Nos encontramos muchas veces en lo invisible, incluso antes de tocar nuestros cuerpos. Nuestros diálogos no empezaban en la palabra, comenzaban en la atmósfera, se percibían en el aire. En esa tensión exquisita que se genera cuando dos fuerzas semejantes reconocen su reflejo. Y, aun así, éramos tan distintos en el exceso. Entraba de noche a mi estudio, nunca supe de qué modo, pero asistía a nuestras citas de forma religiosa y nuestras confesiones se extendían toda la madrugada, yo no acudía a mi lecho nupcial.

Y pronto, una noche impronunciable, dejé a mi marido. No hubo escándalo, no hubo lágrimas, solo un silencio definitivo. Aquella noche, me senté frente a él con una calma que no me era común. El hombre hablaba, se movía, protestaba, vociferaba en silencio, pero yo no escuchaba. Cada segundo que pasaba en esa habitación era un segundo más el que tardaría en llegar a los brazos de mi amado, ojos de gato, destino. 

–¿Te vas por él?– Preguntó mi esposo con la voz rota por una mezcla de furia y miedo– ¿Por ese completo desconocido, acaso no te importa nada? ¿No te importa tu futuro, el de nuestra hija? ¿Pretendes solo olvidarte de todos nosotros?

Lo miré con la distancia exacta con la que un médium observa a los vivos: sin juicio, sin vínculo.

–Me voy porque ya no pertenezco a esta casa. Porque nunca pertenecí. Ni a ti. Ni a esta vida–dije con voz solemne. Tomé mi abrigo oscuro y salí por la puerta. Sabía que la niña dormía, pero no me despedí de ella.

Cuando llegué al lugar de S, no hubo palabras. Me arrodillé frente a él.

–Quemé todos mis puentes. Ya no hay retorno– le susurré.

Me sentí por primera vez libre. No porque había elegido sino porque, al fin, ya no tenía que elegir nada.

La Ilusión del idilio.

Fue una fuga, sí. Pero no de cobardía, sino de revelación. Cuando llegué a él, el tiempo cambió de ritmo y era como si el universo se hubiera detenido en esa casa donde no había relojes, ni retratos, ni cruces. Allí no había pasado ni futuro, solo un presente que dolía por ser tan perfecto. Incluso sin temer aun lo que sucedería después. La vida con S. fue, por un breve intervalo, mi vida completa. La que merecíamos. La que nos prometimos antes de nacer. La que se nos había sido negada en cada reencarnación. Entre manuscritos y cuerpos que se buscaban sin saciarse nunca, entre regresiones y revelaciones, entre el sonido de los sueños compartidos y el tacto de las almas reconocidas, fuimos los sin tiempo. Cuando dormíamos juntos, mi alma se disolvía en los calabozos de sus pensamientos, y la suya me atravesaba como un canto incesante, apenas audible. Él no hablaba mientras dormía, pero soñaba con una exactitud insoportable. A veces decía mi nombre sin decirlo. A veces yo despertaba llorando, sin saber si era su dolor o el mío. Nunca me pidió que lo amara. Nunca le ofrecí ternura. Lo nuestro no era romance, era una ceremonia de sangre, sudor y saliva. Había noches en que me amarraba con mis propios cordeles rituales, y sus labios recorrían mis cicatrices con la devoción de un monje. Otras, simplemente me sostenía del cabello y me obligaba a mirarlo mientras me tomaba. Quería ver mi rostro al borde del abismo. Y yo se lo mostraba, en estado de absoluta devoción. Después, en el silencio posterior, no dormíamos. Compartíamos vino espeso, textos ilegibles, dibujos extraídos de grimorios que solo él sabía leer. Mi cuerpo, aún vibrante, se apoyaba contra el suyo, que nunca parecía cansado. Me leía pasajes en voz baja mientras me acariciaba la espalda, como si cada palabra fuera una extensión del acto. Y me hundía más. Ahora sin ningún esfuerzo le llaman amor, pero lo nuestro, era algo más salvaje, más originario, más poético. Era deseo ritual. Eran dos cuerpos invocando juntos lo que siempre había querido encarnarse a través de nosotros. Y en las noches tranquilas, dormíamos tomados de la mano como niños asustados por el mundo, y despertábamos como dioses menores, conscientes de su poder. Todo lo compartíamos: la sangre, el pan, los nombres secretos. Hacíamos el amor como quien oficia un rito, no para el placer, sino para la memoria. Cada gemido era un llamado a otras versiones de nosotros mismos, a los amantes que fuimos en otras épocas, a los que no pudieron ser y fracasaron en esta misión. Y cada orgasmo, una ceremonia para reconciliar lo que había sido roto en vidas anteriores. 

Él me veneraba, nunca con sumisión, sino con conocimiento. Sabía quién era yo en mi oscuridad más sagrada. Y yo me entregaba a él con una fe que nunca tuve en nada más. En sus labios encontré la paz. En su voz, la clave de los sueños que nunca pude explicar. En su cuerpo, la forma final de mi búsqueda. Mi destino se había vestido de carne. Fue perfecto. Lo fue y todo lo perfecto sabe morir joven.

La muerte de S.

No fue una muerte natural, eso lo supe incluso antes de que su cuerpo fuera encontrado, lo sé porque lo soñé. El agua turbia del lago que me rodeaba se elevaba por encima de donde yo posaba mis pies, sentí que me ahogaba. Había una vibración en el aire, como si el espacio mismo se hubiera fracturado. Desperté gritando su nombre. Oficialmente, fue hallado en el bosque, el torso desnudo, los ojos abiertos, sin signos de violencia externa. Ni envenenamiento, ni heridas, ni intoxicación. El informe médico hablaba de una “arritmia repentina”. Pero yo vi el cuerpo. Y la expresión de su rostro no era de dolor, era como si hubiese visto algo que no podía sostener. S. murió en un momento de plena lucidez, como lo hacen los que saben que hay más allá del velo. No fue asesinado, pero tampoco murió solo, algo lo miraba y yo no estaba destinada a estar a su lado en ese fatal momento. Crucial momento. Algo lo alcanzó en el instante exacto en que lo descubrió todo, lo reclamó más allá de mi propiedad, de mi posesión, eso fue.

Nigredo.

Nadie vino al funeral, nadie más que yo, cómplices de un abandono que dolía más que la propia muerte. Lo vi por última vez, envuelto en lienzos que prometían proteger su forma, y sentí el vértigo de saber que sus huesos reposarían pronto bajo la tierra húmeda. No había tales palabras del lenguaje humano que pudieran contener lo que mi alma en pena sufría en un eterno lamento, me pregunté cuánto tiempo tardaría yo en morir después, cuántas lágrimas tendría que llorar para quedarme sin agua y finalmente ir a alcanzarle, si podía lograrlo.

–Amor mío, no puedo contarme sin ti, antes de ti no hay historia mía, no hay registro de mi en los grandes libros de la vida, no podré trascender o reunirme contigo, acaso en uno de esos obscuros rincones… siempre contigo en los abismos– dije al inclinarme para besar tus labios y rozó mi piel algo duro en sus labios entreabiertos: un fragmento de papel arrugado que saqué con dedos temblorosos. Al desplegarlo, encontré escritas estas palabras precisas:

“Solo quien bebe del espíritu del amado puede quebrar la Puerta de Abajo.”

Y comprendí entonces que mi duelo no era un lamento, sino un deber. Que él, incluso muerto, me reclamaba más allá del velo. Su silencio me urgía a empezar los rituales nigromantes. 

Albedo.

Desde su muerte, he intentado retenerlo como se retiene un sueño al despertar: con violencia, con súplica, con desesperación. Pero el olvido no llega como una catástrofe. No, el olvido se instala con mansedumbre, se posa en los objetos, en los tonos de voz, en la cadencia exacta de las frases. Se disfraza de resignación, de cordura, de sensatez. Lo he sentido infiltrarse en mi memoria como una humedad impía, corrompiendo todo. Hay días en que su voz me parece lejana, como si no hubiera sido nunca real, y eso me aterra más que el vacío mismo. Por eso hice lo que hice. No por fe, no por deseo. Sino por resistirme al inclemente destino del olvido, que es inevitable. No quise permitir que el olvido me lo arrancara. Así vinieron los rituales, la carne ofrecida, el cuerpo devuelto a la tierra sólo para ser profanado. Así llegaron los cantos, las noches sin sueño, los símbolos inscritos en mi propia piel, el hambre, el eco, el delirio. No por amor, no por locura, solo por memoria.

Los dos. Él, por su luz indomable, su gravedad serena, su palabra que parecía ordenar el caos. Y yo, por la noche que me habita, por mi entendimiento de lo que reposa más allá del velo, por mi voluntad de bajar sola a donde nadie quiere mirar. No éramos opuestos. Éramos conjuro. Y no existe conjuro que sobreviva al olvido. Por eso lo busco, aún ahora, en la podredumbre y en la razón y en la locura. Porque olvidar no es morir: es traicionar.

No hubo una noche exacta en la que comenzara, porque el tiempo, desde su partida, se había vuelto viscoso, cíclico, sin principio ni final. Lo cierto es que una madrugada lo sentí. No como una aparición, sino como un llamado. Un tirón leve desde lo profundo de la tierra húmeda. No fue su voz, ni su imagen: fue el eco de una promesa. Un residuo invisible, palpitante, reclamando ser traído de vuelta. Entré al cementerio a medianoche, cuando las puertas chirriaron tan bajo que solo yo las escuché. La neblina aferró mis pasos y el hedor de la tierra removida me dio la bienvenida. Frente a su tumba, un bloque de mármol frío, sin epitafio, coloqué mi lámpara de aceite y aparté las hojas muertas con un susurro de intenciones. Con un cincel en la mano y la respiración contenida, tracé una línea en la piedra; la fractura resonó como un latido. Hundí la palanca, y el ataúd cedió. Esa rendija fue mi puerta: rozar con los dedos ese lino que aún guardaba su calor residual desencadenó en mí un estado de excitación de lágrimas, de éxtasis incontenible de mis ojos. Podía sentirle de nuevo. Arranqué el pesado tablón, y un golpe de aire viciado me envolvió. Allí, entre musgo y raíces, apareció tu rostro antiguo, marmóreo, sellado por la tierra. Lo sostuve contra mi pecho, y canté para ti sintiendo que el mundo se desvanecía en un silencio sepulcral. Estoy aquí S, vine por ti, pronto estaremos juntos.

Era mi primer sacrilegio: llevarlo de nuevo a la vigilia. Y en ese instante supe que mi fe no cambiaría con la muerte. Preparé la habitación como si se tratase de una excavación minuciosa: los objetos dispuestos con la precisión de una arqueóloga, cada símbolo trazado a mano, no por fe ciega, sino por comprensión exacta de sus resonancias. No había superstición en mis actos, era ciencia. Antropología invertida. La lógica de lo imposible. Encendí una lámpara de aceite y dispuse a su lado un cuenco con tierra del cementerio, otra con huesos pulverizados, otra más con sangre, la mía, recogida al alba, antes del primer pensamiento. El olor era denso, pero no desagradable. Era materia que regresaba a su origen.

Y él estaba allí, aunque el cuerpo, bajo la sábana, aún no respirara. Su rostro se mantenía intacto gracias al frío, a las fórmulas que preparé con hierbas y sustancias vedadas. Acaricié su frente con los dedos empapados de salvia y sándalo, susurrando fonemas cuyo significado solo tenía sentido entre los sueños y la vigilia. Cada noche era una liturgia. Cada palabra, una negación al silencio. Cada ofrenda, un pulso contra el olvido. Había noches en que creía verlo moverse. No los ojos, ni la boca. Algo más sutil, un estremecimiento en el aire, una contracción en los pliegues del cuerpo. Como si él, desde alguna región imposible, me respondiera. Me respondieras. Las presencias empezaron a llegar en sueños. Sombras de mujeres sin rostro, niños sin lengua, hombres con los huesos aún sangrantes. No hablaban, pero me observaban desde los rincones de mi conciencia, ellos sabían lo que yo intentaba, y no todos aprobaban. Pero no me importaba porque ninguno de ellos había amado como yo. Y cuando abría los ojos, a veces encontraba objetos fuera de lugar, velas consumidas en minutos, puertas entreabiertas. Pequeñas señales de que el límite se estaba debilitando y que algo, del otro lado, atestiguaba mi desesperada locura. Entonces supe que ya no estaba haciendo rituales para recordarlo, estaba construyendo un camino para su regreso. No desde la muerte, no desde la ausencia, desde el olvido mismo. Pero pasaron meses de la más horrorosa angustia y culpa y sin la misericordia de tu recuerdo y sin poder tocarte yo no habría podido… 

Rubedo.

Esa noche no recité las fórmulas, no encendí la lámpara, no tracé los signos. La preparación no fue ritual: fue íntima. Silenciosa, instintiva. Tu precioso cuerpo yacía sobre la mesa de roble, cubierto con paños de lino que yo misma bordé con lágrimas en tus noches de ausencia, la terrible permanencia de tu ausencia que nos impusieron. Tu rostro, aún sereno, no mostraba el paso del tiempo y ni el olor, ni la putrefacción se atrevían todavía a tocarte, ya no sé si era el fruto de mi magia o de tu temple siempre infinito. Eras incorruptible a tu modo, como si la muerte no te correspondiera del todo.

Te descubrí lentamente, sin premura. Mis manos no temblaron, apoyé mis labios sobre tu frente. No fue un beso, fue una invocación muda. Eras mío, aunque no respiraras, aunque ya no hablaras, aunque tu piel comenzara, poco a poco, a perder su distintivo calor. Deslicé los dedos por tu pecho, dibujando con la yema nombres olvidados, constelaciones antiguas, líneas de poder que sólo yo conocía. Sentí cómo la humedad de mi aliento te tocaba, cómo el aire se volvía espeso, casi eléctrico. Me incliné sobre ti, como lo hacía cuando a veces dormías a mi lado, apoyé la frente contra tu cuello. Cerré los ojos y hablé bajo, sin palabras: pensamientos que alguna vez compartimos y que ahora intentaba devolverte. Un susurro vuelto manía, ternura infinita vuelta hambre. Y lo hice, deslicé la lengua por tu clavícula, sin necesidad de ningún permiso divino.

Era la primera vez que traspasaba la barrera de la carne. No lo hice como una transgresión, sino como un acto de entrega, como si besándote de nuevo pudiera despertarte, como si poseyéndote pudiera restaurarte. Es que… Ya no me bastaba soñar contigo, necesitaba tu textura, tu sabor, tu peso. No pude llegar a más, mi embriaguez se encegueció de razón y de miedo de mí misma, de culpa por tu alma. Y entonces comprendí: todo esto no era para traerte de vuelta. Era para evitar que te fueras del todo.

Recordé el relicario que me obsequiaste y miré su contenido, un rizo tuyo se enredaba en mi fotografía. Y mi boca, desgarrada, emitió un sonido que jamás había escuchado antes, mi alma abandonó mi cuerpo y el hambre, la sed, la privación del sueño, la ensoñación obligatoria, el estado de permanente búsqueda me poseyeron. Mis rodillas se dirigieron a la mesa donde descansabas, abandonada de todo pudor y subí sobre ti como en tiempos olvidados por nuestra especie y consagré mi cuerpo a ti como una diosa, una vez más oficié ese ritual de unión nuestro, tu cuerpo me respondía como si estuvieras vivo o eso creía, por primera vez confié en que volverías, ascendí y descendí junto a ti de la mano. Tus manos rígidas y tus labios fríos se calentaban con mis besos, tu corazón emitía una luz etérea a través de tu carne pálida, que fingía un latido. Tu virilidad erecta, completa dentro de mis entrañas, me embestía como ola a una roca que está por deshacerse y me desplomé en silencio, con mi útero contrayéndose sobre tu, por un momento, caliente cuerpo, pero tus ojos permanecieron cerrados. Te besé, me besaste, me quedé ahí contigo lo que parecieron eones. Me llené de tu olor a la otra vida. Me colmé de tu carne, pero tus ojos permanecieron cerrados.

El umbral. 

Nada funcionó. Ni las lenguas muertas ni los círculos de sal, ni los cánticos entonados con la garganta desgarrada en noches sin luna. Nada me lo trajo de vuelta. Su cuerpo, que una vez resplandecía de una luz que solo yo veía, comenzó a marchitarse lentamente, como una flor que aún se ama, aunque hiede. Vivíamos en un silencio espeso, hecho de memorias y carne podrida. Dormía a su lado. Lo peinaba. Lo vestía. Le hablaba. Pero S, tú no respondías. Y el mundo allá afuera se tornaba más lejano con cada latido que no podía escuchar. La locura no llegó como un trueno, sino como una llovizna constante que se filtra por las rendijas del alma. Habían pasado ya incontables noches desde que el tiempo dejó de significar algo. Los días se desdibujaban en la penumbra, como sombras que se alargan hasta volverse eternas. Mi cuerpo, una extensión de lo que aún quedaba de él, se volvía cada vez más ajeno. La piel, pálida como la luna muerta, comenzaba a despegarse de mis huesos, cubierta de grietas y marcas de aquellos rituales que se repetían en un ciclo interminable. Las manos, antes firmes, ahora temblaban al trazar los símbolos, las líneas que ya no parecían tener sentido. A veces, los ojos me dolían como si los hubiera usado demasiado, y al mirarme al espejo, no veía más que una extraña que había dejado atrás a la mujer que alguna vez fui. La carne de S. ya no era más que un eco, y, aun así, cada fragmento me era necesario, un hambre que no podía saciarse. Dormía a su lado, pero el sueño ya no era descanso: era una guerra contra los recuerdos difusos, una lucha constante por mantener su imagen intacta. Y el aire, denso y sofocante, parecía envolverme cada vez más, como si el tiempo mismo se hubiera detenido, y yo, al igual que él, comenzara a descomponerme bajo su peso.

Una noche lo miré y comprendí que su cuerpo ya no podía acogerlo. Que era yo quien debía hacerlo. Que si él no regresaba, sería porque aún no le había llevado lo suficientemente dentro y su cuerpo ya no sostenía su ser, que moría por regresar a mi lado. Desgarré un pedazo de su hombro con la delicadeza de quien abre un libro antiguo. Me lo llevé a la boca como si besara una reliquia. Y en ese instante supe que así, solo así, si no podía traerlo de vuelta, lo mantendría vivo conmigo. Continué, noche tras noche. Cada fragmento era un conjuro de carne. Cada bocado, una súplica. Bebía de él como quien bebe del río del Leteo, deseando olvidar que estaba muerto, deseando recordar todo lo que vivía. Su sabor era el único que aún reconocía. Lo devoré con frenesí, con gula, como si la esencia de su carne me despojara de mi humanidad. El sabor era a tierra, a muerte, a algo que nunca debió ser tocado. Pero me tragaba su alma, lo absorbía a través de mis entrañas, como si así pudiera finalmente unirme a él, como si al comerlo pudiera hacerme uno con su muerte. Pero sentía cómo mi alma se vaciaba mientras la suya la invadía, y mi carne se volvía cada vez más insensible, más ajena, como si ya no fuera mi cuerpo el que hablaba, sino la memoria de su cuerpo, el deseo de mantenerme unida a algo que se desintegraba.

Y al consumirlo, ya no era una mujer que amaba, ya no era una hija de la vida, sino un espectro en el límite, un eco de lo que alguna vez fui. El acto de comerlo ya no era solo un deseo, era una necesidad, una condena. Porque cuanto más lo devoraba, más me acercaba a la oscuridad, y más me apartaba de la luz. El paso del tiempo ya no importaba. El mundo que una vez conocí se desvaneció por completo, y lo único que quedó fue el recuerdo de su carne, de su ser, de mi propia caída.

Epílogo 

Algunas semanas después, los habitantes del pueblo más cercano, guiados por el fuerte olor a azufre y a muerte, encontraron la casa. Estaba sellada, la puerta cubierta de inscripciones indescifrables. En el cuarto más hondo, sobre el altar de piedra, solo yacía el cuerpo de una mujer, ya descompuesto, cubierto de cenizas, y flores secas. Sostenía en su mano izquierda, ya cadavérica y con rigidez, un relicario y en su mano derecha una especie de diario desgastado y amarillento cuyas últimas palabras escritas rezaban:

“No sé cuánto tiempo ha pasado. Perdí la noción de todo salvo del ritual. Hoy, voy a alimentarme de tu cuerpo por última vez. Lo haré con furia, con pasión. Te amaré como solo pueden amar los que están más allá de toda redención, te amo con una fuerza que ya no es mía. Hoy algo más me habita. Algo que no era parte de mí cuando te conocí… te haré volver de cualquier modo.” 

Sobre la autora:

Lirio Negro escribe desde la herida y la vigilia. Su voz brota de la grieta entre la infancia y la pesadilla, donde los cuerpos arden de amor, de muerte o de deseo. Poeta de pasadizos internos, cuentista de sombras dulces, borda alter egos como quien cose piel sobre un fantasma. Ha publicado en revistas que no se nombran, porque sus palabras prefieren el eco antes que el ruido. Participó en antologías como quien deja flores negras en cementerios ajenos: con una delicadeza brutal. Ganadora de varios torneos de poetry slam, sabe que la poesía no se dice: se encarna.

Escribe desde el sueño, el delirio y la carne. En sus textos, el romance se transmuta en obsesión, el sexo en símbolo, y la muerte en espejo. Su estilo es gótico, romántico, imperfecto. A veces feroz, siempre humano. Escribe con una mano en la oscuridad y otra en el pecho. Lirio Negro no se nombra: se invoca.

Su Facebook es: Lirio Negro. 

Etiquetas: autoreshistoriasLiteraturaTerror
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